Ayer fui a ver La La Land (6 Oscar más 8 nominaciones) y admito estar profundamente aburrida del sueño americano y de su mensaje de manual de autoayuda: con esfuerzo y determinación, todos los sueños se cumplen. La película es agradable, aunque sobre el mismo tema (grandes egos, búsqueda obsesiva del éxito y ascenso y descenso de estrellas) creo que Eva al desnudo es infinitamente mejor.
 
Detrás de tanta canción y sueño, ahí está el implacable éxito profesional por el que merece la pena sacrificarlo todo y esforzarse hasta el último aliento. Me parece que llevamos ya muchos años viendo la misma película…
 
No, no es cinismo. Mira a tu alrededor y verás que los sueños no siempre se cumplen…Hay infinidad de vidas de esfuerzo y trabajo que terminan en quiebra y fracaso. Con tanto “perseguir sueños”, ¿quién nos habla de cómo soportar las pesadillas?
 
Hasta que no has mordido el polvo, hay infinidad de cosas que no has empezado a comprender aunque creas que las conoces. No hay mejor escuela para aprender algo de lo que significa la paciencia o la compasión que el fracaso. Fracasos y derrotas a los que debemos restar dramatismo, porque misteriosamente nos hacen más bellos. Lo admito: siento predilección por los perdedores. Cristo mismo lo fue.
 
“Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, han conocido el sufrimiento y la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades.  Estas personas tienen una sensibilidad y una comprensión de la vida, que los llena de compasión y de humildad. La gente bella no surge de la nada”, dijo Elisabeth Kubler-Ross.
 
El éxito se ha convertido en el objetivo vital de una sociedad entera obsesionada con la autorrealización y el desarrollo personal. Este discurso cansino conduce a la falta de naturalidad, al egocentrismo y, casi siempre, a la frustración. No hay nada peor para la salud mental que la excesiva preocupación por el “prestigio personal”.
 
Evidentemente, la determinación y el esfuerzo son necesarios en cualquier vida, pero este discurso los ha sobredimensionado prometiendo lo que no puede prometer: el éxito y la felicidad.  Además, niega por sistema que el lugar en el que estás sea el lugar en el que debes estar. Tu felicidad personal siempre está en otra parte y debes emplearte a fondo para encontrarla.
 
Tu vida te pertenece. Tu voluntad puede hacerte todopoderoso, si aprovechas tu potencial. Con constancia conseguirás cualquier objetivo que te propongas. Así, tu éxito y autorrealización (por no hablar de la “marca personal”) pasan a ser tu religión y tú mismo eres el centro sobre el que gira todo, el dios de ti mismo.
 
Este hombre, dueño de su destino, ya no necesita ser salvado. Ha olvidado por completo su dimensión de criatura y de hijo, su esencial dependencia y limitación.
 
Qué distinto y liberador resuena el Evangelio de San Marcos: “Quien quiera ganar su vida la perderá. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”. Cuando encontramos a Dios, encontramos la máxima plenitud sin pretenderla. En la comunión con Cristo está la plena realización del hombre. Cuando nos olvidamos de la propia autorrealización, paradójicamente la solemos encontrar de un modo definitivo en Dios. Con Él no perdemos nada, lo ganamos todo.