En la novela De bruces en el charco (Nuevo Inicio) se describe un mundo unificado (hacia el que nos llevan en volandas los que ya lo gobiernan) que se rinde a la inteligencia superior (es decir, artificial). Reproduzco una parte de la conversación entre dos amigas, Sonia y Sarah:
"-¿Me estás tomando el pelo? -Sonia no daba crédito-. ¿Me estás diciendo que te parece acertado que alguien decida todo por ti? ¡Estás de broma!
-¡Caray, cómo te pones, hija! Tampoco es eso. Primero, no es alguien sino algo. Algo que da la casualidad de que es infinitamente más inteligente que yo, y que tú, y que todos nosotros juntos... Y, segundo, no va a decidir todo.
-No te has enterado, Sarah. Detrás de algo siempre hay alguien. Y tampoco sé qué me daría más miedo. Y eso de que no va a decidir todo no es lo que han dicho. Hombre, no creo que se moleste en decidir tu recorrido de running de mañana, que a lo mejor es lo único que te importa…”.
Pido disculpas por recurrir a una novela mía, pero lo hago porque tiene mucho que ver con lo que leo casi cada día desde hace tiempo: la inteligencia artificial y sus posibles beneficios y peligros.
Sarah representa a los que no dan importancia a los riesgos de la inteligencia artificial; y no lo hacen porque no piensan en ello, creyendo que no les afecta, o porque tienen asuntos más importantes de los que ocuparse. Probablemente muchas veces prevalece nuestro bienestar, el anestésico inoculado a la población del mundo desarrollado. En el resto del mundo, el que parece que no existe, bastante tienen con sobrevivir, no están para pensar en inteligencias ni artificios…
Y en Sonia se pueden ver reflejados los que sí están atentos al desarrollo de la inteligencia artificial y, en algunos casos, su vinculación con el transhumanismo. Parece conveniente una reflexión conjunta, si aceptamos que son dos caras de la misma moneda. Pero sigo con la inteligencia artificial y pongo encima de la mesa un dilema: ¿inteligencia artificial totalmente autónoma o controlada? Buen tema para debatir. Parece que en este momento los tiros van más por lo segundo: veo a los organismos de turno preocupados por establecer determinados límites que requieren la intervención humana. Podemos estar tranquilos… ¿Seguro? A los que somos conscientes de la fragilidad de la condición humana esto nos tranquiliza tanto como dejar a un niño al cuidado de una tienda de caramelos.
¿Debemos optar, por tanto, por la autonomía total de la inteligencia artificial? No creo. Ni siquiera me parece una opción realista. No digo que esto no pueda pasar, sino que, si pasa, será en contra de la voluntad del hombre. El hombre busca alcanzar y retener el poder, no cedérselo a una máquina. Otra cosa es que se nos vaya de las manos y la máquina acabe con nosotros. La criatura matando a su creador, esto debería sonarnos… El hombre, jugando a ser Dios, expuesto… ¿al mismo final? ¡Qué bonito!, pero no: el hombre, creyéndose Dios y condenado a la destrucción, es la antítesis de Dios, que se hace hombre por amor y, entregando su vida voluntariamente, nos salva. Nada que ver.
Y los cristianos, ¿qué papel jugamos en todo esto? ¿O nada nos debe distinguir de los demás? ¿Debemos manifestarnos en contra de los avances de la inteligencia artificial? ¿Participar en su desarrollo? ¿Tenemos algo distinto que decir?
Parece sensato recurrir a la ciencia y la razón para intentar parar el tsunami de las bioideologías y del transhumanismo, y también del uso ilícito de la inteligencia artificial (por supuesto que habrá usos lícitos, los que contribuyan al bien de la persona respetando su dignidad). Pero ya sabemos que vivimos en una época que no atiende a razones y que ha suplantado la ciencia por la pseudociencia (la semiciencia de la que habla Dostoyevski). La sociedad actual reproduce a gran escala los supuestos males provocados por la Iglesia: “El hecho evidente es que el mundo hará todo aquello de lo que se le acusa a la Iglesia; y lo hará de forma mucho peor y a mucha mayor escala; y lo hará (lo que es peor y más importante de todo) sin el menor criterio y deseo de regresar a un estado de cordura o por un movimiento de arrepentimiento” (Chesterton, Por qué soy católico).
Y si el mundo ha decidido ponerse una venda ante la razón y la ciencia, ¿hay algo que hacer? Por supuesto que sí. Quizás la mejor parte (o la única) de la postmodernidad es el vacío y desencanto, tierra fértil para plantear las preguntas radicales: ¿Quién soy yo? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Para qué vivo?
El problema, lo sabemos, está en el corazón del hombre, de ahí sale todo lo que le contamina. El hombre, herido por el pecado original, experimenta la muerte óntica, la muerte del ser. Y de esa situación existencial sólo puede ser rescatado, en palabras de San Pablo, por la necedad de la predicación, del anuncio del kerigma, que siempre es buena noticia y, como noticia, algo actual, con el poder de transformar el corazón del hombre, donde anidan todas las idolatrías.
Los cristianos estamos llamados a ser testigos, con el anuncio del kerigma y con nuestra propia vida, del amor gratuito e incondicional de Dios; a llevar a todos los hombres la buena noticia de que Jesucristo (la Sabiduría, la verdadera inteligencia superior, que no artificial) ha resucitado, constituido Señor de toda la creación, primogénito de una nueva humanidad (el verdadero hombre nuevo, no el sucedáneo al que aspira el transhumanismo/posthumanismo apoyado en la inteligencia artificial).
Termino con un comentario para optimistas y otro para pesimistas. El primero es una opinión totalmente refutable, me puedo equivocar. El segundo, para los cristianos, es una certeza. Para los optimistas: no debe sorprendernos que ChatGPT devuelva respuestas con total objetividad y ausencia de prejuicios. Es el primer paso, el de acostumbrarnos a su uso. Una vez que se haya convertido en herramienta imprescindible, aparecerán los sesgos ideológicos sin que nos demos cuenta o solo una minoría lo advierta. Minoría que será marginada, sometida a programas de reeducación y, en el futuro, probablemente encerrada. Para los pesimistas: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!; yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).