Más de una vez he recordado, y citado, lo que decía el famoso obispo estadounidense Fulton Sheen: «Nada, excepto el pecado, ocurre en contra de la voluntad de Dios». Así pues, no nos empeñemos en comprender por qué Él ha permitido esta pandemia, pues ya nos ha dicho: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Isaías 55:8).
Pero lo que no cabe duda es que una cosa así, a nivel mundial, está perfectamente dentro del plan de Dios para la humanidad. Desde que Él eligió a su pueblo (que seguimos siéndolo nosotros) hace más de 4000 años con Abrahán, no ha dejado, a través de los siglos, de desarrollar ese plan suyo de salvación que había iniciado ya tras la caída de nuestros primeros padres. Pero su dimensión terrenal culminó con la encarnación de Dios Hijo, Jesucristo, que iba a morir en la cruz por nuestros pecados y (lo que la humanidad no hubiera jamás imaginado) dejarnos su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía para poder recibirle personalmente en cada Santa Misa.
Si repasamos en la Biblia, concretamente en el Antiguo Testamento, la historia de ese pueblo de Dios, vemos, históricamente, cómo cambiaba su suerte cada vez que le era infiel, pues Él disciplinaba duramente, solo que como disciplina un buen padre: sin dejar de amarnos y siempre mostrándonos a la vez su misericordia, exhortándonos al arrepentimiento, a volver a Él, y prometiéndonos ya el perdón. No puede extrañarnos, pues, que precisamente en estos tiempos nos ocurra algo como la pandemia del coronavirus; y otras cosas que, equivocadamente, nos asustan menos porque no son a nivel mundial y muchos las vemos como algo lejos de nosotros.
Pero debemos comprender que esta vez, a estas alturas en la historia de la humanidad, tenía que ser una llamada general de Dios a todos, pues su Palabra nos advierte: «Con Dios no se juega» (Gálatas 6:7); y, sin embargo, la mayoría seguimos tan satisfechos y confiados, sobre todo si vivimos en zonas donde no suelen ocurrir desastres naturales, ni guerras, ni pandemias.
Sí, ahora tenía que ser diferente, porque la humanidad está hoy totalmente desbocada, viviendo la mayoría para sí mismos (por muchísimas excepciones buenas que haya de fidelidad a Dios y hasta de auténtica santidad y heroicidad cristianas), como si no existiera el Creador del universo y de cada una de nuestras vidas, y abusando de la libertad que Él nos da a cada uno para serle infieles, personal y colectivamente.
¿Cómo?
• destruyendo la familia, obra de Dios, y hasta queriendo redefinirla;
• usando mal los adelantos científicos, también regalo de Dios, para manipular algo tan sagrado como la vida, y hasta atreviéndonos a buscarla en un laboratorio;
• disponiendo a nuestro antojo de la vida que Él nos da y haciendo desaparecer parte de la población antes de nacer;
• abandonando los principios morales y cívicos más elementales y pretendiendo cimentar las sociedades en terrenos movedizos donde solo pueden hundirse cada vez más;
• explotándonos y destruyéndonos unos a otros de muchas maneras, no solo con guerras;
• abusando despiadadamente de otro regalo de Dios: nuestra naturaleza, que Él puso a nuestra disposición para que la aprovecháramos rectamente y la cuidáramos.
Y, por supuesto, algo que impide nuestra debida relación con nuestro Padre Dios es que, incluso muchos de los que nos llamamos cristianos, dejamos correr los años viviendo temerariamente como creyentes “tibios”, es decir, lo que aborrece Jesús cuando, con su infinito amor por cada uno de nosotros, nos lo echa en cara diciéndonos: «¡Ojalá fueras frío o caliente!» (Apocalipsis 3:16). Pero, una vez más, Dios se apiada de nosotros y nos ofrece su perdón, porque a continuación nos dice Jesús: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré en él y cenaré con él y él conmigo» (3:20). Y nosotros, con santo temor de Dios, podríamos preguntarle: “¿Y los que no te escuchen, Señor?”
Pero Dios, en su infinita misericordia, escuchará nuestras plegarias y esta pandemia pasará. No, sin embargo, para que la olvidemos más o menos con el paso de los años y de futuras generaciones, sino para recordar desde este momento las palabras de Jesús después de curar a aquel paralítico junto a la piscina de Betesda: «No peques más, no sea que te ocurra algo peor» (Juan 5:14).
Porque solo hay dos alternativas después de esta vida, las que nos plantea Jesús en el Evangelio: «Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición [la condenación eterna], y son muchos los que por ella entran. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida [la salvación eterna], y cuán pocos los que dan con ella» (Mateo 7:14).
Así pues, lo mismo si estamos en estos momentos en algunas de las peores situaciones ocasionados por la pandemia o más tranquilos en nuestras casas y con la esperanza de que, por la misericordia divina, vaya pasando lo peor, seamos realistas y hagamos el esfuerzo de abandonar nuestra posible “tibieza”.
Y que, independientemente de dónde nos encontremos cada uno en nuestro caminar hacia Dios (es decir, de nuestro grado de conversión, que, como pecadores, todos sin excepción necesitamos), tomemos la decisión de que en nuestra vida haya desde ahora un “antes” y un “después” del coronavirus. Lo cual para muchos puede significar llevar desde ahora una vida diariamente equilibrada en la que le demos a Dios un puesto más importante que hasta ahora, rechazando para siempre, con la ayuda del Espíritu Santo, las cosas y actitudes que claramente no vienen de Él ni llevan a Él.
¿Cómo? Yo diría que, concretamente como católicos:
• para empezar, no limitándonos a dedicarle a Dios el tiempo de una sola Misa dominical entre los siete días de vida con que nos bendice, sino con la diaria (siempre que podamos), otra media hora de las 24 que nos da cada día, llegando a vivir ese encuentro sacramental con Jesucristo como algo necesario, seguros de que Dios nos compensará en nuestro trabajo y en otras ocupaciones;
• segundo, practicando más a menudo el sacramento de la Reconciliación con Dios, pues todos somos pecadores «de pensamiento, palabra, obra y omisión», como aseguramos (a veces demasiado a la ligera) en el tan importante acto penitencial de la Santa Misa;
• tercero, teniendo un tiempo fijo de oración, preferiblemente por la mañana, para ofrecer a Dios el día, cuando, además, podemos hacer una lectura orante de las lecturas que luego escucharemos en la Misa;
• cuarto, rezando el Santo Rosario (en familia, si es posible) para mantenernos siempre bajo el manto protector de nuestra Madre la Virgen y, con ella, recordar en él lo que Cristo hizo por nosotros;
• y, quinto, practicando una fe viva, que significa acompañada de obras hacia los demás, pues, por mucho que digamos “Yo soy creyente”, «si no tiene obras, está muerta por dentro» (Santiago 2:17); es decir, que realmente refleje las palabras de Jesús: «En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mateo 25:40).
Si el coronavirus ha sido el inesperado revulsivo que, a cada uno según nuestras circunstancias, nos ha hecho pensar muy en serio en dar un giro positivo a nuestra vida, bendito sea Dios por esta prueba tan dura que ha permitido para que nos acerquemos más a Él por medio de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, y con la ayuda de María, Madre suya y nuestra.
Ahora, uniendo nuestra intercesión a la de aquellos hermanos que no han sobrevivido la enfermedad, supliquemos que las naciones se recuperen y que todos los gobernantes de la tierra, y cuantos ejercen su poder en las sociedades, a veces abusando, reconozcan en lo ocurrido el poder infinito de nuestro Dios y de Cristo, Rey del universo, y que todos nosotros nos curemos del egoísmo y del orgullo, que solo duran lo que la vida.