La democracia solo está en condiciones de garantizar la propia democracia, y para que la propia democracia prevalezca, ésta ha de ser el patíbulo de todo lo demás, empezando por la verdad de las cosas. Es la democracia por principio, y no el gobierno de los muchos. El régimen responsable de la validación en sociedad de los asuntos más sórdidos jamás trajinados por la especie humana: desde el aborto, pasando por las leyes de género, hasta llegar a la profanación de tumbas. El proyecto político definitivo según el cual el hombre no ha de someterse a nada, salvo al hombre.
Celebraba el PSOE cuarenta años de su ascenso al poder en España y clamaba Felipe González lo siguiente: “En democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad“. Esta monstruosa afirmación, pese a prestarse a todas las canallerías, entraña el desastre político perfecto para un designio teologal. No puede haber una frase que resuma mejor las causas de la autodestrucción a la que estamos asistiendo, que la versada por aquel ex presidente. Autodemolición (dicho sea de paso) celebrada por todo lo alto a la salud del progreso y la democracia.
Lo que pone de resalto a la democracia actualizada es el hecho de pensarse en posesión de la verdad, por encima de la realidad de las cosas. Lo cual no debería escandalizar a nadie teniendo en cuenta que para eso nació y que previamente despreció la Verdad, la flageló y la crucificó hace ya más de dos mil años. Se llegó a creer muy moderno el bueno de Juan Jacobo Rousseau por afirmar que a quienes no creyeran en la voluntad popular habría que liquidarlos. Pero de soliviantar e infatuar al bulto popular ya se habían encargado mucho antes Pilatos y Caifás.
Por aquel entonces, aunque coyunturalmente, Poncio Pilatos había inaugurado en el pretorio la democracia como fundamento de gobierno, nada que ver con el Pilatos que gobernara Siria con pulso firme. “Que no se haga la voluntad de Dios, ni tampoco la del césar, sino la de la turba multa“ (mangoneada por Caifás, por supuesto). Moraleja de lo ocurrido en el pretorio: el deicidio cometido fue el símbolo de la filosofía de gobierno más aberrante de la historia de la humanidad.
En Constitución y constitucionalismo, obra altamente recomendable, Danilo Castellano denominaba República de Pilatos a la democracia como fundamento de gobierno, esto es, la democracia como medida de todas las cosas. Explicaba con nitidez por qué tal forma de asumir la democracia era un desastre para la vida de los pueblos: la incapacidad para legislar sobre lo justo y lo injusto, la no menor incapacidad de los dirigentes para gobernar, y en general, la imposibilidad de hacer de la política el lugar para el bien común.
En su versión más adelantada y tal vez definitiva, la democracia es la descomposición de la verdad de las cosas al gusto de los partidos elegidos por la voluntad faramalla del bulto popular. Antes de descomponerse la verdad, la democracia deconstruyó la comunidad. La primera catatonia social de la República de Pilatos (permítaseme el uso actualizado) fue disgregar al pueblo en una serie de facciones de palurdos peleados entre sí e infatuados por el sufragio, pobres electores de facciones intrigantes y de personalismos sin altura. La democracia de Pilatos ha mostrado ya sobradamente sus cartas como enemiga del pueblo: desconecta al pueblo de su tradición, y lo enemista entre sí de tal modo que el pueblo se erige en enemigo del propio pueblo, esquizofrenia social en la que vivimos mientras nos homenajeamos con atuendos de progreso al estilo del rey desnudo.
Casi un siglo antes afirmaba Nikolai Berdiaeff que la democracia moderna era un psicologismo carente de filosofía política, algo sin sustancia conocida. La nada rebañesca alentada por Caifás y sancionada por Pilatos, que elimina de un plumazo la auctoritas de Dios y la autoría de las potestas. La democracia ha hecho del gobierno de los muchos, un psiquismo ciego y animalizante, bien azuzado a conveniencia por los herederos de Caifás. Una entramado delirante, incapaz de resistir cualquier estudio juicioso del bien común. ¿Cuál es la razón? Otra catatonia: el enaltecimiento de la democracia como medida universal de lo cognoscible, donde el principio, el método y el fin son una misma cosa: la voluntad del individuo extendida hacia los más. ¿Cuál es el principio político? La voluntad de los más. ¿Cuál es el método? La voluntad de los más. ¿Cuál es el fin último? La propia voluntad de los más, que los herederos de Caifás llaman interés general.
Pero dada la imposibilidad de que las ovejas dirijan al pastor, aun dándoles patente de sufragio, la nada rebañesca será la carne de cañón de los falsos profetas porque ya lo anuncian las Sagradas Escrituras: el Buen Pastor conoce a sus ovejas y viceversa.
A pesar de todas las pamplinas jurídicas en aras de la libertad religiosa, la democracia odia a Cristo porque ante todo odia la verdad, la cual entiende como una imposición que constriñe la voluntad del pueblo, y empequeñece todas sus patéticas deliberaciones sobre la sociedad. Sus correligionarios pensaban que con crucificar la Verdad hace más de dos mil años ya estaba hecho el trabajo, y efectivamente, la República de Pilatos, democracia de Caifás y de la nada rebañesca, prestó su particular vasallaje al designio divino. Lo dijo el Hijo de Dios en la Cruz: “Todo está cumplido“.