En el ABC del 7 de mayo he encontrado un artículo de Juan Carlos Girauta, titulado Salir a perder, que quisiera no rebatir, sino remachar.

Lo más interesante en él es que los que se autotitulan ‘gentes del progreso’ en los debates no suelen llevar grandes argumentos, porque a los que no piensan como ellos les califican rápidamente de extrema derecha y en consecuencia de fascistas. En cambio llamarles a ellos extrema izquierda o comunistas, dada la manipulación que tienen de tantos medios de comunicación, no es una connotación para ellos negativa, sino que reafirma a los que así piensan que eres un facha peligroso.

Sin embargo para cualquier persona con un mínimo de conocimientos está claro que la ideología que ha matado a más gente en el siglo pasado es la marxista-comunista, con varias decenas de millones de muertos. Mientras Pinochet ejecutó a unas tres mil personas (fue la cifra que me dio una persona muy autorizada), en la misma época y en un país de población parecida, el camboyano Pol Pot ejecutó a un millón setecientas mil personas, hasta que tuvo que intervenir el Vietnam comunista para parar el asesinato de sus connacionales.

Personalmente he tenido durante muchos años que intervenir en polémicas en las que mis adversarios eran generalmente el PSOE e Izquierda Unida, pero sobre todo UGT y CCOO. Como era profesor de Religión en institutos, el tema de discusión eran casi siempre cuestiones educativas y la defensa de mi asignatura. Está claro que lo que yo trataba de defender es lo que dice la Iglesia católica y el punto central de mi argumentación solía basarse en los Derechos Humanos, los que promulgó la ONU en diciembre de 1948, que San Pablo VI calificó de “precioso documento hacia el cual todos debemos tender”, y que todo el que se precie de demócrata tiene que defender. Mis polémicas, más que de derechas e izquierdas eran entre católicos y laicistas, entre creyentes y no creyentes, siendo la base de mi argumentación hacer ver a mis contrarios -pero, mucho más, a la gente- que lo que decían era incompatible con los derechos humanos. Hasta tal punto es esto verdad, que cuando leí la encíclica de Pío XI contra los nazis, me di cuenta de que, en cuestiones educativas, nazis y laicistas defendían lo mismo, y en cambio hay muchos de derechas que en cuestiones como la ideología de género votan unidos a la Izquierda.

Al ser profesor de Religión y Moral Católica en diversos institutos de Logroño, el tema fundamental era la propia clase de Religión y en consecuencia el derecho de los padres a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos, como señala el artículo 26-2 de nuestra Constitución. Y es que la postura laicista, muy bien expresada por la ministra Celaá recientemente, es que los hijos pertenecen al Estado, que es quien debe educarles. Para los laicistas la educación debe ser única e igual para todos, por lo que no aceptan el artículo 26-3 de la Constitución que dice: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos”.

En otras ocasiones tuve que citar varios otros artículos de la Constitución y salir en defensa del derecho de los profesores de Religión, que eran y son en su mayor parte padres de familia, a estar en la Seguridad Social. Incluso el secretario regional del sindicato que era el mayoritario llegó a escribir con fecha 2 de noviembre de 2002 que los profesores de Religión teníamos derecho a dar clase de Religión, pero no a cobrarla, lo que dicho por un sindicato que pretende ser de trabajadores, me parece de nota. Hubo también un intento de no dejarnos votar en las elecciones de personal laboral del Ministerio de Educación, que mereció en el Juzgado Social de Burgos el calificativo de “aberración jurídica que no tiene cobijo en ningún tipo de disposiciones”.

Evidentemente la discusión iba también sobre otros temas, como el de la violencia en las aulas o el derecho a la objeción de conciencia en el caso del aborto. Creo que podemos decir que las discusiones actuales, aunque hay muchos temas nuevos, ya estaban algunos en aquella época, a caballo entre los dos siglos.

Dos consejos a los polemistas: si en alguna ocasión metéis la pata, como me pasó a mí en una ocasión por fiarme de mi memoria y no cotejar los datos, lo mejor es reconocer el error, no sólo porque es lo más honrado, sino también porque es lo más inteligente, y así evitas que te lo saquen en el momento más inoportuno para ti. El otro es no insultar, porque el insulto es el argumento de los que no tienen argumentos, es decir, de los que han perdido el debate. Por cierto, mis adversarios nunca reconocieron un error.