Tenía Jon Juaristi más razón que un santo cuando advertía en su más reciente artículo que muchos católicos aún no se han dado cuenta de que viven "en un continente y en un país donde se persigue al cristianismo". No al modo sangriento y bárbaro que emplean los mahometanos, "sino de forma más artera, proscribiendo democráticamente el uso cristiano de la razón (o sea, el uso de razón), lo que no ha resultado difícil, porque el anticristianismo es una fobia mucho más extendida hoy que el antisemitismo en los años treinta". En efecto, como hemos explicado en muchas ocasiones, islamismo y laicismo son el Jano bifronte (o la Bestia de la Tierra y la Bestia del Mar, si preferimos el lenguaje apocalíptico) que, bajo la apariencia de tesis y antítesis, persiguen (como los brazos de una tenaza) una síntesis común, que es la supresión del cristianismo.
Como señala Juaristi, el anticristianismo (que yo prefiero llamar odium fidei, porque expresa más nítidamente su naturaleza criminosa y preternatural) es la "doxa" institucionalizada, tan hegemónica y rampante que todo intento de contradecirla se torna muy peligroso, casi imposible, pues (amén de resultar incomprensible para la masa de cretinos con pene y/o vulva) desata la persecución de sus celosos guardianes de izquierda, derecha y centro, desde políticos a jueces, más la recua de las artistas y los artistos, los intelectuales y las intelectualas que chupan del bote. En medio de este pandemónium anticristiano –afirma Juaristi– los católicos "reducen la fe de sus padres a moralismo" y se muestran "incapaces de dar una verdadera batalla política e intelectual", dejándose "entrampar en los carajales retóricos del enemigo" y recurriendo a estrategias tan equivocadas como la del autobús de la polémica.
Es posible que Juaristi tenga razón. Pero en el Evangelio leemos: "Os digo que si éstos callan, gritarán las piedras". Por "éstos" Jesucristo se refería a los apóstoles (y a sus sucesores); y donde dijo piedras podría haber dicho también autobuses, si para entonces se hubiese inventado el motor de explosión. Es posible, en efecto, que los católicos hayan reducido su fe a moralismo; es posible que se muestren incapaces de dar una verdadera batalla política e intelectual; es posible que se dejen entrampar en los carajales retóricos del enemigo. Pero todo esto ocurre porque quienes más obligados estaban a hablar (hasta el derramamiento de la sangre) han callado, salvo contadas y heroicas excepciones, y no siempre por prudencia. En cualquier ejército, si al frente se ponen oficiales que actúan como gallinas distraídas, sólo atentas al estipendio y al escalafón, inevitablemente se cosechan derrotas. Si, además, tales oficiales permiten que sus tropas sean aleccionadas por el enemigo (aunque sea el enemigo en versión soft), poniendo altavoces y medios de propaganda a su servicio, o adormeciéndolos con cuentos, la derrota no sólo está asegurada, sino que además la tropa termina pasándose al enemigo (por inercia, por desfondamiento, por compadreo, por cobardía o ansia de medro); y los pocos fieles que no se pasen, son inevitablemente triturados.
Con un método erróneo, con una táctica equivocada, cayendo en el juego del enemigo... Todo lo que quieras, querido Jon, pero ese autobús es la razzia desesperada, la incursión suicida de unos pocos soldados que, ante la pasividad de sus oficiales, prefieren morir matando antes que permitir que el "nihilismo sentimental y tóxico" que denuncias en tu artículo actúe con sus hijos como un "sexador de pollos", antes de que la "doxa" contemporánea los pervierta. Saben que los van a triturar, pero mientras los trituran, gritan. Gritan como las piedras, mientras otros callan.
Artículo publicado en ABC el 6 de marzo de 2017.