Dentro de unos días, el 28, comenzará en el Congreso de los Diputados el debate parlamentario sobre el proyecto de ley del aborto elaborado por el Gobierno, un debate que se prevé largo y enconado por la materia que se va a discutir y porque el PP -esperemos- se va a emplear a fondo. El principal partido de la oposición va a presentar una serie de medidas destinadas al amparo y tutela de las mujeres embarazadas que sientan la tentación de abortar. La reacción del PSOE será un interesante test para conocer el alcance de sus intenciones. De cualquier manera, todo apunta a que, salvo sorpresas, la ley saldrá adelante, aunque represente un paso atrás en la historia del parlamentarismo español. En mi opinión, legislar a rebufo de otros países es caer en una especie de gregarismo y de falta de audacia. Pero creer que eso se resuelve con la ley del aborto más radical de Europa es otra forma de depender de los demás y mostrar que uno es incapaz de ser creativo en lo que verdad merece la pena. Lo más que logrará esta nueva ley es que sigan viniendo aquí –en vergonzoso peregrinaje- mujeres en avanzado estado de gestación en cuyos países la ley es menos laxa.
El texto del decreto será sometido a la firma del Rey. Don Juan Carlos tomará su pluma estilográfica y estampará su firma y su rúbrica (una caligrafía de pendolista que emplea desde niño). Tal vez sienta, pensando en los millones de españoles que defienden la vida desde la concepción hasta la muerte natural, un cierto desasosiego o la voz de la conciencia. Sabe de sobra que es una ley injusta, acientífica, innecesaria y sin respaldo popular.. Pero acto seguido pensará que es el peaje que ha de pagar por ceñir la corona, poniéndose al lado del poder. Después de todo, ya hizo lo mismo con la ley hoy vigente, promulgada por el Gobierno de Felipe González. El argumento de que Aznar no la derogó sirve para ponérselo en el debe al líder conservador y para entonar un «mea culpa» sincero por no habérselo exigido.
Supongo que cualquier invocación al Derecho Natural y a los argumentos de la Declaración de Madrid, en la que mil intelectuales aportaban razones científicas, no ideológicas en defensa de la vida, no le producirá al Rey ningún impacto especial porque tiene a su lado una mujer consciente de que la vida y la muerte no deben estar en nuestras manos.
Comprendo que el hecho de que Don Juan Carlos no sancionara la ley sería un «escándalo», pero uno de esos «escándalos» de los que anda necesitada nuestra sociedad y nuestro tiempo. Cuando se plantea esta hipótesis, la clase política proabortista echa los pies por alto. Aduce que la Constitución está para cumplirla y el primero que debe hacerlo es el jefe del Estado. Pero, ¿es posible que a un Rey y al último de los ciudadanos se le obligue a actuar en contra de su conciencia, que es la última instancia de los actos humanos? ¿Tendrá alguna otra vez una ocasión como ésta de ser fiel a aquel compromiso expresado con énfasis al comienzo de su reinado de ser «el Rey de todos los españoles», incluidos los aún no nacidos?
Balduino de Bélgica, con la ayuda de sus asesores, encontró la fórmula. Y pasará a la historia no por la descolonización del Congo belga o por haber ostentado la jefatura del Estado con habilidad, prudencia y entrega, sino por su gesto coherente de no firmar una ley que era un atentado a sus principios.
Recientemente se ha especulado sobre las filigranas jurídicas que, dentro de la legalidad, permitirían atender las demandas de los corsarios del Indico. ¿Acaso no es éste también un problema de vida o muerte, pero multiplicado por millones? ¿Valen menos las vidas de los fetos?
Mucho se ha escrito –en libros y reportajes- sobre las luces y sombras del reinado de Don Juan Carlos. Uno de sus aciertos más indiscutibles es su papel de embajador extraordinario (extraordinario en el doble sentido de la palabra) en sus viajes por el mundo. Y otro mérito: su capacidad de seducción, sobre todo con la Prensa. Es maestro en el trato con los periodistas. De sus errores se ha señalado con frecuencia la opacidad de las finanzas en la Casa Real y el trato con «amistades peligrosas» referidas al mundo de los negocios. Añadiría una más: su inclinación por «borbonear», algo que lo lleva en los genes, aunque a gran distancia de su abuelo. Sea como fuere, ninguna actuación del Rey sería tan equivocada como la firma de una ley que es una réplica,,mutatis mutandi, del holocausto judío.
Si no oyó el clamor de los manifestantes por las calles de Madrid el pasado 17 de octubre, escuche el de una población mucho más numerosa que le pide piedad para los niños que quieren nacer. Y recuerde que «el mal legalizado sigue siendo mal».
Un día no lejano, el 23-F del 81, salvó nuestra democracia recién nacida. De alguna manera hizo un quiebro a la Constitución porque la ley fundamental no contempla supuestos lorquianos (un guardia civil que irrumpe, pistola en mano, en el Parlamento). Ahora le pedimos algo más humano, más grande, más sublime que la democracia: ¡salve nuestra dignidad!