Con frecuencia, bien en la práctica, bien en el pensamiento, no es raro que el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la libertad religiosa aparezcan como realidades contrapuestas. Digo más, caso de conflicto entre ambos habría que darle, según la manera de ver de algunos, la prioridad al derecho a la libertad de expresión. Estos días atrás escuchaba en un medio de comunicación en el transcurso de una tertulia política que la base de la democracia está en el derecho a la libertad de expresión, pues se trata de un derecho supremo al que otros se deben supeditar. Me produjo escalofrío escuchar tal afirmación por las posibles implicaciones que de ahí podrían derivarse.
Soy consciente de que lo que acabo de afirmar no es políticamente correcto, pero espero que se me conceda ese derecho y se me respete en su ejercicio. Defiendo este derecho como el que más, pero no me atrevería nunca a decir que es el derecho máximo al que los demás deberían supeditarse en democracia, o que esta se funda en tal derecho. Que le sea inherente, no quiere decir que no haya otros aspectos, por ejemplo, los valores humanos y morales en que se sustenta y apoya: sin principios morales no hay democracia. Creo, con toda honestidad y con el máximo respeto a la verdad y a la necesidad de la edificación de un mundo en paz y en libertad que considerar el derecho de libertad de expresión un derecho absoluto, prácticamente sin límites, es un error y es origen de muchos dolores y sufrimientos injustos que es necesario evitar.
En una sociedad vertebrada, los derechos humanos fundamentales deben ser respetados todos y por todos, y ser articulados en su unidad y mutua referibilidad por las legislaciones oportunas dentro del bien común y de la persona. La primacía que se está dando a este derecho de libertad de expresión, que sin ningún lugar a duda hay que respetar y salvaguardar, está siendo, con cierta frecuencia, fuente de cercenamiento de derechos fundamentales inviolables correspondientes a la dignidad de la persona humana. Es más, ¿puede prevalecer, me pregunto, el derecho de libertad de expresión sobre la verdad o el derecho a la verdad? Tiene su límite y está por encima el bien común, inseparable de la persona.
Cuando se falla a la verdad, cuando se difunde la mentira en un proceso de libertad de expresión, cuando se va en contra del bien común y de la convivencia justa y justa paz, ¿se puede apelar al derecho a la libertad de expresión y poner por encima este derecho? Que conste que no hablo de situaciones hipotéticas, sino desde la propia experiencia, a veces sufrida. Quiero dejar constancia aquí de mi agradecimiento a aquellos hombres de la transición, tanto del mundo civil como de la Iglesia, que tan grandemente contribuyeron a la democracia, porque en su defensa de la libertad religiosa y de la libertad de expresión, unidas e inseparables, actuaron en favor del entendimiento entre todos y de la difusión de los derechos humanos y del bien, para el establecimiento de libertades en verdadera armonía.
Por otra parte, ¿se puede expresar uno impunemente, sin que pase nada cuando se trata de defender al cristianismo, la Iglesia, o sus representantes, lo más preciado en ella por sus gentes? Sin embargo, ¿qué espacio de defensa legítima se les deja? Por muchas razones es necesario clarificar la cuestión del derecho de libertad religiosa y el derecho de libertad de expresión. Espero que, conforme a la doctrina social de la Iglesia –que es enteramente conforme a la recta razón–, su fundamentación en que se apoya esta doctrina social sobre los derechos humanos en Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco, en apoyo también a la razón que reconoce a la libertad religiosa como base o fundamento del edifi cio de los derechos humanos fundamentales inviolables. Así podremos contribuir a la vertebración y edifi cación de esta sociedad nuestra democráticamente genuina, en libertad, en servicio toda ella al bien común y el bien de las personas. En esto todos podemos vernos unidos, encontrarnos y edifi car un nuevo y gran futuro.
Artículo publicado en La Razón