"Después de esto, designó el Señor a otros 72, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y sitios a donde él había de ir. Y les dijo: 'La mies es mucha, y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies. Id; mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino'" (Lucas 10, 1-5).

La Biblia nos dice que el Señor envió a los primeros discípulos de dos en dos. ¿Por qué no solos? Me gusta pensar que Dios, en su infinito amor por los hombres, ya preveía la soledad a la que se enfrentaría el sacerdote en las sociedades modernas. Cuando a un joven se le presentan las vocaciones hoy, parece que tenga que decidir entre caminar solo y caminar acompañado, como si la paternidad y el sacerdocio fueran dos opciones opuestas, contrarias, pero encuentro que en lo esencial exigen y llenan igual. La paternidad espiritual del sacerdote, igual que la del padre de familia, llenan vaciando.

Hoy ambos, sacerdotes y familias, están siendo enviados en medio de lobos. Ambos experimentan perfectamente que, desde aquel incidente en el jardín del edén, el alimento de todos los días exige fatiga. Y ambos saben que el suelo firme sobre el que los individuos deben edificar su vida espiritual, ese sustento, esa roca, es Cristo, el dueño de la mies.

Fue precisamente en ese jardín del edén en el que Dios vio que no es bueno que el hombre esté solo, y lo unió con una segunda persona en la tierra. Entre muchas otras virtudes, esta dualidad del matrimonio cristiano creo que impide de alguna manera que una de las partes camine sola. Actúa como un ángel de la guarda humano, un ancla moral. No coarta la libertad, sino que actúa como una contraseña extra que impide abrir puertas incorrectas. Una cuerda auxiliar con Cristo.

Este cortafuegos visible no lo tiene el sacerdote. Mientras que los esposos cohabitan, el sacerdote corre el peligro de ponerse el anillo y hacerse invisible a la sociedad, pero más visible que nunca para el tentador. Si no deja participar a Dios de su vocación, si se aparta de la roca, corre el peligro de decidir y avanzar en su individualismo. Sin cortafuegos, sin trincheras, sin cuerda auxiliar.

Hoy veo a muchos sacerdotes solos, individualizados, como corderos en medio de lobos. La soledad puede no ser física, sino espiritual, y la modernidad diabólica va comiendo terreno hasta desnortar a cualquiera. Si un matrimonio aparta a Cristo de su centro, convierte el sacramento en un mero contrato de intercambio de servicios con separación de bienes. De igual manera, cuando un sacerdote aparta la mirilla de su roca, creo que su vocación pierde el sentido más profundo, y pasa de 'ser en esencia' a 'ocuparse de'. Deja de reconocer a Dios como dueño de la mies y coloca en su lugar a la Iglesia, en el mejor de los casos, pasando así a ser un mero prestador de servicios para la institución.

A veces veo que una posible derivada de esta trágica situación sería pensar que somos los laicos ese sustento. El riesgo entonces es victimizar al sacerdote, incapacitándole para coger fuerzas por sí solo, haciéndole creer que los lobos le muerden más a él que a cualquier otra vocación, ocultándole de alguna manera el camino a la verdadera roca, que es Cristo mismo, quien nos envía por igual. Ahora bien, las familias no pueden ser la roca, pero sí la cuerda auxiliar.

Aunque no hay otra roca para los hombres que no sea Cristo, las familias creo que sí pueden ser la luz sobre candelero para los sacerdotes, y viceversa. Creo que el compromiso del sacerdote es más parecido al de un padre de familia que al de un asalariado de la Iglesia. Ambos son ejemplos de entrega de amor por sus hijos. El sacerdote debe encontrar en los hogares un ejemplo de entrega en lo ordinario, igual que las familias deben ver en los sacerdotes un ejemplo de entrega en lo ordinario. Ambos 'son para', y el que quiera salvar su vida la perderá.

Ambos saben que deben estar pendientes 24 horas al día de la vida de sus hijos, saben que deben cuidarlos, darles de comer. Ambos saben también que su tiempo personal se reduce a su mínima expresión, que una siesta es un lujo, que si quiere hacer deporte toca salir antes que el sol, bueno, eso si la noche ha sido mínimamente decente. Saben que una cerveza con amigos implica más gastos que la propia cerveza, y que las cenas fuera se consiguen a base de malabares con el horario. Ambos saben del desgaste, saben del sacrificio, pero por encima de todo esto, saben que vale la pena, que vale la vida, saben que la felicidad está precisamente en renunciar a uno mismo. Hacer oídos sordos al mundo y abrazar los planes que Dios imprimió en sus vocaciones; es decir, la santidad de sus hijos. Es tan evidente la felicidad del que recibe los frutos de la conversión, como la felicidad del padre que los ha procurado, así es el diseño del creador, la roca, el dueño de la mies.

Porque no se descansa de ser padre, sino que se descansa siendo padre. Porque no se descansa de ser sacerdote, se descansa siendo sacerdote. Y juntos somos los obreros de la mies. ¡Pongámonos en camino!