Lo que se conoce como Gran Guerra (en referencia a la Primera Guerra Mundial) no es nada comparado con lo que se está cociendo en Estados Unidos en torno a la figura del presidente, cuyo designio trasciende al protagonista en cuestión. La esencia del trumpismo es la firme reivindicación del americano de toda la vida, y de los ligazones consustanciales a la empresa nacional: la patria como hogar común y tierra de fundadores, la palabra dada como patente de honor, la ley y el orden como guardianes del bien, y Dios como custodio final de los hombres.
Tales ligaduras han ido implosionando so capa de supuestas nuevas probidades, que al desnudo dícese de los elementos más canallescos de disolución de toda comunidad política. De resultas, el americano de toda la vida y el cosmopolita de nueva planta (cincelado en los talleres globalistas) son mundos que colisionan. Ahí queda la gran quebrada. Los antagonismos no los ha traído el fenómeno Trump (tesis sostenida por desgracia hasta en retenes intelectuales nada contrarios al presidente): tan solo estaban subsumidos, hibernaban a la espera de un acontecimiento superior, y han ido germinando al son de dignatarios anteriores, en el rol de colaboracionistas del mundo global.
Cualquier líder dotado de las mayores virtudes políticas, cualquier ejercicio nivelado de fraternidad, se habría empantanado en una orquestación de mal tan gigante como la actual. En este punto de no retorno, alguien más terrenal llega para recordarnos que no todo hombre de bien está hecho de la pasta necesaria para procurar el bien de los hombres; a veces se precisa de una raza en la que prevalezca una aleación de fuerza bruta, intuición y estrategia.
En ese sentido, Donald Trump se ha manejado más como los monarcas de tiempos inmemoriales que como un jefe de Estado. Eso sí, solo ha librado una guerra, que se sale del mapa y que poco tiene que ver con la geopolítica. Los hay que opinan que no ha empleado la prudencia como virtud. Pero las cualidades requeridas para la ocasión eran las de un outsider salido del arcano bosque de los heterodoxos, cuya virtud triunfante ha sido precisamente no actuar como un político, y desemboscar al estadounidense medio, el cual había visto cómo quedaba condenado al ostracismo su don más preciado: el orgullo de ser americano.
El arzobispo Carlo María Viganò sigue muy de cerca los acontecimientos y ha calificado las elecciones en Estados Unidos como “el mas colosal fraude de la historia, con el fin de asegurar la derrota del hombre que se ha opuesto enérgicamente al establecimiento del Nuevo Orden Mundial que desean los hijos de las tinieblas”, al tiempo que le apañaba el cuerpo a Joe Biden: “Puede conducir a la esclavitud de la humanidad”.
Hila fino el arzobispo benefactor de Trump: la realidad es que hay mucho más en disputa que unas elecciones o el descubrimiento de un clamoroso fraude. Detrás del embate jurídico por desmontar el fraude, hay una rebelión patriótica frente a la disolución antropológica extendida hasta el paroxismo por un totalitarismo atroz.
El trumpismo es esa rebelión antropológica contra una disolución en marcha y frente a una maquinaria mediática que reparte a toneladas tabletas de odio a Donald Trump. El amor a la iniquidad es hoy la heroína del sistema; así lo veía el comunicador Glenn Beck, antiguo detractor de Trump, en su programa: “El bien se ha convertido en mal y el mal en bien”. Los trumpistas lo advirtieron primero, por eso han secundado la rebelión que defiende el derecho de los norteamericanos a tener su propia comunidad política, a mantener su celosa independencia, a hacer prevalecer su identidad, y a disponer de su destino.
Viganò tiene claro que ha llegado la hora de su hombre. Un hombre que impelido por las circunstancias y exhortado por una personalidad de trayectoria, parece decidido a no detenerse ante la empresa más difícil de su vida. Con independencia de quién acabe ocupando el despacho oval, si Trump y su equipo desenmascaran todo el mal de fondo de perpetradores y peones al servicio del globalismo (incluyendo a los medios repartidores de heroína moral), el trumpismo empezará a hacer valer su etopeya, y Carlo María Viganò podrá respirar entre rezos diciendo aquello de “Dios bendiga a América”.