La Iglesia es misionera por naturaleza, y en la Iglesia cada uno de los bautizados. Por el bautismo somos sumergidos en Cristo y recibimos el Espíritu Santo, nos hacemos partícipes de Cristo sacerdote, profeta y rey. El mismo Espíritu que ungió a Jesús en el Jordán y lo envió a proclamar la salvación a los pobres y a todos los hombres es el Espíritu Santo que nos ha ungido en el bautismo y nos ha hecho pregoneros del Evangelio.
Cien años hace que el Papa Benedicto XV a través de la Carta apostólica Maximum illud (el máximo y santísimo encargo) recordó a la Iglesia la preciosa tarea del anuncio misionero a todas las gentes. La Iglesia ha conocido desde ese momento un renovado impulso misionero. La Iglesia no ha dejado de recordar y cumplir el mandato misionero en todas las épocas a lo largo de su historia: el primer anuncio de los primeros siglos con tantos apóstoles y testigos, la evangelización de los pueblos del nuevo mundo tras el descubrimiento de América con tantísimos misioneros, pero además en el último siglo ha reverdecido este impulso misionero del que ahora celebramos cien años (tantos institutos religiosos misioneros y tantos sacerdotes y laicos). Con este motivo, el Papa Francisco ha proclamado el Mes Misionero extraordinario, que estamos viviendo durante todo el mes de octubre.
“Es un mandato que nos toca de cerca: yo soy siempre una misión; tú eres siempre una misión; todo bautizado y bautizada es una misión. Quien ama se pone en movimiento, sale de sí mismo, es atraído y atrae, se da al otro y teje relaciones que generan vida. Para el amor de Dios nadie es inútil e insignificante. Cada uno de nosotros es una misión en el mundo porque es fruto del amor de Dios”, nos recuerda el Papa Francisco.
Esta unión con Cristo se da y se vive en la Iglesia. No somos seres solitarios, ni Dios ha querido salvarnos aisladamente, sino formando un Pueblo. Nuestra pertenencia a la Iglesia nos hace partícipes de esa misión con la que Cristo ha enviado a los apóstoles: “Id al mundo entero y predicad el Evangelio” (Mc 16,15). Escuchamos este mandato como dirigido a cada uno personalmente, como encargo máximo y santísimo que Jesús ha dado a su Iglesia. La Iglesia, por tanto, tiene que estar alimentando continuamente esta misión, tan propia que pertenece a su misma naturaleza, pues la Iglesia ha nacido para evangelizar.
El domingo del Domund y el Mes misionero son ocasión para agradecer a Dios el don de los misioneros, hombres y mujeres, que se han puesto en camino. Son quinientos mil misioneros por todo el mundo, más mujeres que hombres. Los mejores embajadores de la Iglesia, los que ya estaban allí cuando sucede algún contratiempo y los que permanecen allí cuando pasa la noticia. No son voluntarios temporales –muy valiosos, por cierto-. Son misioneros que han puesto su vida en juego para llevar la buena noticia del amor de Dios, que nos hace hermanos. Gracias, queridos misioneros, que habéis dejado patria, amigos, ambientes, comodidades, etc. y, ligeros de equipaje, gastáis vuestra vida por amor a Dios y por amor a los hermanos.
Y cuando llega esta ocasión, y en otros muchos momentos, hemos de rascarnos el bolsillo. Si de verdad nos interesa que el Evangelio llegue, hemos de ser generosos con nuestro dinero y nuestro tiempo dedicado a las misiones: construcción de iglesias, formación de catequistas y sacerdotes, sostenimiento de tantas tareas pastorales, etc. Si de verdad queremos esa promoción integral que Dios quiere para cada persona, hemos de echar todas las manos que podamos para que llegue algo de tanto que nos sobra e incluso de lo que necesitamos.
Gracias, Delegación diocesana de Misiones de Córdoba, por vuestro trabajo constante a lo largo del año. Lo hacéis muy bien, no decaiga esa animación misionera. Dios os bendiga siempre.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba (España).