Yo también podría estar de acuerdo en que convertir la Mezquita de Córdoba en un gran centro intercultural e interreligioso sería una bella y muy cristiana lección al presidente turco y a todos los fundamentalistas de hogaño, pero antes tendrían que darse dos condiciones para que fuese, además de bella, una decisión prudente e inocua. Bastará con que me refiera por el momento a la primera condición: que en España no gobernara quien ahora mismo lo hace, un conglomerado de partidos con una agenda nada oculta cuyo punto fundamental, o uno de ellos, es la erradicación del cristianismo.
Podríamos soñar con que, si al obispo de Córdoba le diera por abrirse a esa cesión y hacer de la Mezquita-Catedral un gran centro universal para la armonía cristiano-islámica, los enemigos de la Iglesia, que a menudo lo son por causa del poder que ella ha acaparado a lo largo de la historia, recibirían tal impacto que su corazón mudaría de afectos y dejarían de acosar a la Cruz. Soñar no cuesta dinero: imaginemos una etapa de concordia religiosa en nuestro país: movido por el grandioso ejemplo de los obispos, el gobierno comienza a respetar los valores evangélicos, que por otro lado, para la opinión común de muchos conocedores de la historia religiosa, no son muy diferentes de los valores musulmanes. La Iglesia, al menos la actual, deja de ser presentada con tintas negras. España vuelve a ser, como dicen que lo fue en muchos momentos de la Edad Media, una sede privilegiada de la pacífica convivencia entre las dos, o las tres, religiones, y su ejemplo empieza a cundir poco a poco por todo el mundo, incluyendo a la India, donde el fundamentalismo hinduísta persigue hoy duramente por igual a mahometanos y cristianos.
Podemos soñarlo, pero los sueños sueños son. El principio de realidad se impone siempre, y la realidad es que no hay vuelta atrás posible en la marcha hacia una Europa y una España sin cristianismo público. Quien observa con la debida distancia la evolución y los movimientos de la izquierda en cualquier región de Occidente lo ve muy claro: todo evoluciona en ella, todo se adapta a los nuevos tiempos, menos una cosa: la hostilidad profunda hacia el cristianismo. Una inquina que reviste mil formas y que se apoya en diez mil pretextos, pero que es siempre la misma: negar a la cristiandad el derecho a recuperar ni un ápice del terreno perdido, acorralarla más y más, devolverla a las catacumbas de donde nunca debió salir.
Si al obispo de Córdoba le diera cualquier día por dialogar con los movimientos que preconizan descristianizar la Mezquita, por abrirla incluso parcialmente al rezo mahometano, lejos de parecer una señal de magnanimidad, de tolerancia y respeto a los pueblos islámicos, lejos de entenderse como un gesto de reconocimiento al esplendor histórico del Islam español, se tomaría como una señal de debilidad que no iba a invitar precisamente al respeto a la Iglesia católica sino que sólo reforzaría esa gran corriente política -mucho más ansiosa que el Islam mismo- que se afana por expoliar pieza a pieza todo el legado patrimonial, espiritual y físico, del cristianismo hispano.
Los hechos son muy tozudos. Mientras en España no cesan las amenazas y desafíos que numerosas fuerzas políticas y grupos de presión lanzan contra los signos de identidad de nuestro pasado cristiano, en Francia, un país totalmente laico desde hace más de un siglo, se incrementan de año en año los atentados y actos de barbarie contra iglesias, catedrales y cementerios católicos. No, no son tiempos para que los obispos confundan la mansedumbre evangélica con la renuncia y el relativismo. No son tiempos para ceder en la convicción de que Cristo vino al mundo a redimir al hombre a través de una fe y de un símbolo muy concretos. La Iglesia española lleva muchos años haciendo cesiones, pero hay un punto en que la entrega se llama simplemente indignidad y defección. O masoquismo.
Antes que mezquita, la de Córdoba, fue la Basílica de San Vicente Mártir. Los cristianos cordobeses de periodo del Emirato, siglo IX, sufrieron muy duras persecuciones y el martirologio de esa época es tan impresionante como desconocido. Entregar la Catedral, siquiera parcialmente, a los soñadores de un Al Ándalus del siglo XXI sería un suicidio espiritual de incalculables consecuencias.
Para contactar con el autor: enriquealvarson@gmail.com
Publicado en El Diario Montañés.