Una de las características más preocupantes de la época moderna es el alejamiento de los jóvenes de los caminos de la fe.
Lo triste es que los católicos sí parecemos esforzarnos en llenar los corazones jóvenes con la alegría del Evangelio, con la certeza de que cada cual tiene un papel indispensable en la historia de la salvación. Nuestro mundo laicista insiste en que todo lo trascendente es una ilusión. Como resultado, nos hemos acostumbrado a las formas oscuras con las que la vida se convierte en algo desordenado y agotador cuando el significado y el propósito están ausentes de nuestras vidas.
Sorprende, por tanto, que la persona que parece tener la clave del rompecabezas de cómo llegar espiritualmente a la gente joven no sea muy religioso.
El psicólogo clínico canadiense Jordan Peterson se ha convertido con razón en el más destacado influencer cultural e intelectual de los últimos tiempos. Sus vídeos y best-sellers atraen a millones de seguidores jóvenes.
Acudí a escucharle el mes pasado en Miami para comprenderle mejor. Unas tres mil personas, la mayoría menores de 35 años, se sentaban con la atención absorta mientras él hablaba de la necesidad humana de una filosofía arraigada en la trascendencia. El discurso era de nivel universitario, un cumplido hacia una audiencia que sabía que no iba a ser condescendiente con ella.
Profundizando en sus escritos y hablando con gente joven que le sigue (entre ellos mis dos hijos adultos), he llegado a apreciar su esfuerzo por enseñarles cómo salir del vacío y la desesperación del escepticismo y cómo entrar al servicio de la certeza moral.
Como agnóstico confeso, estoy segura de que Peterson no está en sintonía con la Iglesia en muchos asuntos cruciales de su enseñanza social. Pero, tras estudiarle yo misma, he llegado a la conclusión de que los católicos podemos aprender de él una valiosa lección.
En el corazón de las ideas de Peterson se encuentra en primer lugar, la afirmación de que la vida es difícil y está llena de sufrimiento. Hay sufrimientos que no podemos controlar, como la enfermedad, la pérdida de los seres queridos, la guerra y los desastres naturales. Aún peor es lo que él denomina “malevolencia”, esas zonas oscuras de nuestra naturaleza que hieren a los demás, y la malevolencia de quienes nos rodean, que nos hieren a nosotros.
Ésa es la circunstancia fundamental de la vida, y para los jóvenes que la sufren supone un alivio saber que es una experiencia universal.
Una profunda reflexión de Jordan Peterson sobre la verdad y la vida y la forma de enfrentar sus sufrimientos y dificultades.
La buena noticia, según Peterson, es que, a pesar de todo, podemos vencer. Podemos “tomar las armas contra el mar de problemas, afrontarlos y acabar con ellos”. Y si no podemos acabar con ellos, podemos combatirlos valientemente. No somos víctimas, sino protagonistas, y muy capaces.
En segundo lugar, Peterson propone que el primer paso hacia una vida de significado sea asumir responsabilidades, comenzando con nuestras propias acciones y siguiendo por nuestras familias y luego la comunidad. Cultivando este sentido de responsabilidad, nuestras vidas adquieren significado y propósito, y nos definen como ese tipo de hombres y mujeres que brillan como luces en un mundo oscuro y en quienes los demás pueden confiar.
Ambas ideas resultan familiares para las personas de fe. Las Escrituras nos recuerdan que somos peregrinos que vagan por un “valle de lágrimas”. Y la malevolencia, que añade el horror del daño deliberado a las crueldades accidentales de cada día, no es otra cosa que el pecado original, la mancha negra que vive dentro de todos nosotros sin excepción.
En cuanto a la responsabilidad que conduce al significado… es una gran responsabilidad para un cristiano saberse hijo de Dios. Ese conocimiento va acompañado de la feliz exigencia de los deberes perdurables: con el Padre y con el prójimo, con el bien común y con el propio orden creado.
Cuando Peterson propone la responsabilidad a jóvenes que han sido educados en una continua dieta de autoestima y donde la “persecución de la felicidad” es el significado de la vida, la reconocen enseguida como un salvavidas.
Esto es particularmente cierto para los jóvenes varones. Ellos están deseando un desafío, una fortaleza que conquistar, aunque haya que empezar, según la célebre expresión de Peterson, por “hacer tu cama”. Ya sean hombres o mujeres, en su interior saben que no fueron creados para una banal búsqueda de la comodidad, sino para la gloriosa aventura de los hechos heroicos y los nobles propósitos, y es a esa intuición a la que habla Peterson.
Y creo que es a esa intuición a la que los católicos no hablamos con eficacia. Escuchando a Peterson, recordé que desde hace demasiado tiempo hemos enseñado nuestra religión como una forma cómoda y saludable de perseguir la felicidad y crecer en autoestima.
En ocasiones hemos olvidado lo que significa asumir una responsabilidad, ya sea en nuestra relación con Dios, como en las bellas prácticas de nuestra fe o con nuestros hermanos y hermanas. Si Peterson empieza por un “haz tu cama”, quizá nosotros podríamos empezar por un “ve a misa el domingo”, porque es en el cumplimiento del deber donde el corazón se compromete y se enciende, y donde los problemas se convierten en paz.
Jesucristo propuso y fue modelo de una vida de valerosa responsabilidad: las palabras “toma tu Cruz y sígueme” nos llaman a algo distinto, a afrontar con esperanza las situaciones agobiantes. Jesús va muy por delante, por supuesto: cargar con la responsabilidad de los pecados de la humanidad es la cura para la maldad que nos aflige.
¿Qué puede ser más importante que hablar al vacío que experimentan tantos jóvenes? Después de todo, sabemos que nuestra fe es en Alguien que promete “palabras de vida eterna”.
Publicado en Angelus.
Traducción de Carmelo López-Arias.