Hoy quiero escribir sobre la importancia de la trascendencia, es decir, sobre la capacidad que tiene la persona de trascender el mundo terrenal y abrirse a Dios. Reducir la persona a un ser material sin más miras que las terrenas es, en definitiva, apostar por su destrucción y la del mundo en el que vivimos.
Es preciso partir de una verdad reconocida por todos: para la construcción de una sociedad libre, democrática y rica en valores hay que poner en el centro a la persona humana.
La pregunta que muchas veces nos hacemos ante los cambios sociales y la forma de vida que llevamos es: ¿qué tipo de persona se está construyendo desde el ámbito de la educación, de la política o de las leyes de los parlamentos? Ahí está la clave del futuro de nuestra sociedad.
Si olvidamos o negamos que el ser humano está abierto a la trascendencia, a Dios (Verdad, Bondad, Belleza suma), tendremos muchas dificultades, porque ¿quién o qué da valor e importancia a la persona? ¿Solamente las mayorías parlamentarias? Es evidente que los derechos humanos, las responsabilidades, la dignidad de la persona, la identidad del matrimonio o de la familia, no pueden depender de una votación, por muy democrática que aparezca. Tiene que haber un asidero inamovible que no es otro que la trascendencia.
¡Qué bien lo dice el papa emérito Benedicto XVI en La caridad en la verdad (Cáritas in Veritate)! «Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin aliento». Esto quiere decir que sin Dios el desarrollo es imposible y deshumanizado. Por su parte, y abundando en esta misma idea, Pablo VI ya había subrayado en la década de los sesenta la importancia del Evangelio, imprescindible para la construcción de la sociedad desde la libertad y la justicia.
Dios es garante del verdadero desarrollo humano. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o de la necesidad o si tuviera que reducir sus aspiraciones al estrecho horizonte de las situaciones en que vive; si todo fuera únicamente historia y cultura y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a trascenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo. Ahí se encuentra la verdadera columna sobre la que se apoya el verdadero desarrollo, que permite que sea humano, perdurable y total.
No tener en cuenta esa apertura a Dios es abocarnos al fracaso. Benedicto XVI lo apunta finamente cuando dice: «La herida interior del hombre es su lejanía de Dios. El bien primero y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mismo. Ayudemos a curar esa herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El Reino de Dios no es algo junto a Dios: es sencillamente la presencia de Dios mismo, fuerza verdaderamente sanadora».
Eso mismo nos dejó escrito Santa Teresa de Jesús, nuestra santa más universal. Ella llevaba por registro en su breviario una estampa en la que había escrito: «Nada te turbe. Nada te espante. Quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta.» Ojalá que cada uno de nosotros cuide de manera especial su apertura a Dios y a sus hermanos. Que nunca nos encerremos en nosotros mismos.