Jesús presenta este domingo la Carta magna de su Evangelio, la página de las Bienaventuranzas. Es una propuesta que ha sorprendido a muchos a lo largo de la historia, incluso a no cristianos. Es una página que se hace vida en tantos santos de todos los tiempos, antiguos y contemporáneos.
El hombre ha sido creado para ser feliz, y muchas veces experimenta todo lo contrario. Experimenta en propia carne el dolor y el sufrimiento de múltiples maneras, y cuando mira a su alrededor constata cuánto sufrimiento hay en el mundo. A veces se le pasa por la cabeza la exclamación de Job: “Ojalá no hubiera nacido!” (Jb 3,3) o la del profeta Jeremías en un momento de desesperación: “Maldito el día en que nací” (Jr 20,14). En este contexto algunos autores ateos de nuestro tiempo afirman que el hombre es un ser para la muerte, destinado a morir sin más horizonte.
Sin embargo, Dios no se arrepiente de habernos creado. Dios quiere la vida, es amigo de la vida, nunca de la muerte. Dios quiere nuestra felicidad, y una felicidad que no se acabe nunca. Ese misterio profundo y contradictorio en el que el hombre se ve sumergido tiene una clave: Dios nos ha creado para la vida, para la felicidad, pero el pecado ha introducido en el mundo una verdadera catástrofe, un desequilibrio que afecta incluso a la naturaleza creada.
Todo esto no lo entendemos hasta que no entramos en el Corazón de Cristo, y él nos explica con su vida el drama del pecado, que le ha llevado a la humillación y a la Cruz, y nos ilumina el atrayente misterio de un amor más fuerte que el pecado y que la muerte, por el que ha ofrecido su vida libremente en la Cruz y la ha recibido nueva de su Padre en la resurrección.
La resurrección de Cristo es como un foco potentísimo que ilumina el misterio del hombre, su vocación y su destino, el sentido del sufrimiento y del amor humano. A la luz de este foco potente, se entienden las bienaventuranzas de Jesús:
-“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”. Sólo la humildad, la pobreza y el desprendimiento nos sitúan en la verdad de nuestra vida. No somos nada, más aún somos pecadores. Y todo lo bueno que hay en nuestra vida, nos viene de Dios. La soberbia y el orgullo lo distorsionan todo. Jesús, siendo Dios y sin dejar de serlo, ha aparecido en su camino terreno como pobre, humilde y despojado de todo. Sin buscar su gloria, sino la gloria del Padre, y en disponibilidad de servicio a todos. Y por este camino nos llama a seguirle. Los que le han seguido por aquí, han encontrado la felicidad ya en este mundo y luego la felicidad eterna.
Esta primera bienaventuranza engloba todas las demás: los que lloran serán consolados, los que tienen hambre de justicia (santidad) serán saciados, los misericordiosos alcanzarán misericordia, los limpios de corazón verán a Dios, los que trabajan por la paz son hijos de Dios, de los perseguidos es el reino de los cielos.
Destaquemos los “limpios de corazón”. Sólo ellos ven a Dios. En un mundo en el que parece que Dios se esconde y para muchos es difícil encontrarlo, ¿no será que falta esa pureza de corazón en la que Dios pueda reflejar su rostro y podamos encontrarnos con él por la fe?
Termina Jesús las bienaventuranzas subrayando la persecución “por mi causa”. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Muchas veces somos perseguidos por nuestros defectos, por nuestras limitaciones, por nuestra culpa. Nos sirva de penitencia ese sufrimiento. Pero quizá muchas de ellas seamos perseguidos porque somos de Jesús, porque anunciamos su Evangelio, porque pregonamos la verdad. A los mártires se las ha concedido el don de llegar a esta bienaventuranza. No tememos estos sufrimientos, que son timbre de gloria para los verdaderos discípulos del Señor.