Hace unos días, en una entrevista, el nuevo obispo auxiliar de Santiago, monseñor Carlos Irarrázaval, resaltó la labor que muchas mujeres realizan en la Iglesia y terminó con la frase: “En la Última Cena no había ninguna mujer sentada en la mesa y eso tenemos que respetarlo también”. Algunos periodistas recogieron el pase gol y en menos de lo que canta un gallo recurrieron a incautos -que nunca faltan- pidiéndoles que refutaran públicamente el machismo del obispo, quien terminó disculpándose.
No leí la entrevista al obispo pero me enteré del asunto por una columna de opinión escrita por una mujer -María de los Ángeles Fernández- y publicada en La Tercera del 30 de mayo con el título “El sexo de la última cena”, en la que critica al obispo y a la Iglesia católica por su lentitud para admitir a las mujeres en el sacerdocio. “Se requiere coraje para gobernar los cambios y una igualdad de género que alcanza a un sacerdocio, también femenino, forma parte también de este intento”, afirma, y termina haciendo una referencia al anuncio de la NASA de enviar a una mujer a la Luna en 2024 para realizar la siguiente comparación: por ahora “es más fácil que una mujer llegue a la Luna a que pueda impartir los sacramentos”.
Como dije en mi último artículo, vivimos una época de gran confusión o de estupidez generalizada -en este caso me parece más apropiada esta última frase- y la molestia de que da cuenta la referida columna es un claro ejemplo de ello. Permítame el lector explicar por qué.
Con su observación de que en la Última Cena no había mujeres sentadas a la mesa, el obispo -supongo- quiso hacer ver que, si bien las mujeres pueden participar en muchas labores relacionadas con el culto, la Iglesia reserva el sacerdocio a los hombres porque Jesús, al instituirlo, lo aplicó sólo a varones. Esta es y ha sido desde siempre la postura de la Iglesia y monseñor Irarrázaval no es quién para cambiarla, tan simple como esto. Pero Fernández, en un alarde de feminismo, ha querido ver en la afirmación del obispo una manifestación de desprecio a las mujeres en contraste con la tendencia en el mundo occidental de que las mujeres asuman las mismas funciones que tradicionalmente han realizado los hombres en todos los ámbitos e instituciones.
Varias objeciones se podrían plantear a los argumentos de Fernández. Por lo pronto, a muchos que no son católicos -como parece ser el caso de Fernández- les ha dado por opinar acerca de la manera en que se hacen las cosas en la Iglesia. ¿Por qué ese interés? A los católicos nos gusta hacer las cosas a nuestro modo, esto es, con criterios que el mundo no entiende. Resulta al menos curioso, y por cierto de muy mala educación, ese afán de los mundanos por imponernos la manera de practicar nuestra religión. Es más, llega a ser sospechoso que los mismos que critican la manera en que se han hecho las cosas en la Iglesia por dos mil años aplaudan manifestaciones novedosas como, por ejemplo, las formas de vida en común que practican -y ventilan a los cuatro vientos- los miembros de la comunidad LGTB. Inclusión y diversidad para los demás pero no para los católicos parece ser el lema, lo cual no deja de ser profundamente antidemocrático (en el sentido de opuesto a la “democracia de los muertos”, diría Chesterton).
Pero más curioso resulta el complejo de inferioridad que se trasluce en las histéricas reacciones de las feministas. Sí, se sienten inferiores por ser mujeres y no hombres. Creen que el valor de una persona radica en las funciones que cumple y, por alguna razón que no alcanzo a captar (tal vez soy demasiado estúpido para entender la estupidez en boga), las feministas suponen que las funciones tradicionalmente realizadas por los hombres son de mayor valor que las realizadas por mujeres, por lo que para hacerse valer en la sociedad las mujeres deben trabajar en lo que trabajan los hombres, practicar los deportes que practican los hombres, vestirse como los hombres, hablar como los hombres, comportarse como hombres… y terminar siendo como los hombres. Por lo mismo, las feministas desprecian las funciones que tradicionalmente han sido realizadas por mujeres, especialmente las que tienen que ver con la familia, que es el ámbito donde por su dotes naturales la mujer se mueve con una efectividad que la hace irreemplazable. (Mi esposa suele quejarse del tono despreciativo con que algunas mujeres que laboran fuera del hogar preguntan a otras que son “sólo” dueñas de casa: “¿Y tú no trabajas?”).
De acuerdo con esta lógica, para mujeres como Fernández es muy importante que una mujer llegue a la Luna, pues la grandeza de la mujer consiste en que todo lo que han hecho los hombres sea hecho alguna vez por una mujer y tan bien o mejor que ellos. Lo ilógico de esta lógica es que muchas de las actividades ideadas por los hombres para dominar la naturaleza o entretenerse son evaluadas, obviamente, con parámetros que nunca podrán ser cumplidos tan bien por las mujeres como por ellos. El lema de los Juegos Olímpicos de Munich Citius, altius, fortius [Más rápido, más alto, más fuerte] lo demuestra: si las pruebas deportivas en que predominan la velocidad y la fuerza fueran mixtas difícilmente una mujer obtendría medalla. ¿Son por ello inferiores? Según la lógica feminista sí, pero yo no he logrado aún entender que los hombres seamos mejores que las mujeres porque podemos correr más rápido, saltar más alto, pegar más fuerte, impartir sacramentos que ellas no, etc. Simplemente somos distintos. ¿Es tan difícil de aceptar?
La humanidad existe en dos formatos, mujer y varón, lo cual implica que la mujeres están mejor dotadas para algunas funciones y los hombres para otras. Por eso nunca he entendido que las feministas se sientan inferiores por ser mujeres y, por lo mismo, como hombre nunca me he sentido inferior por no tener útero y no poder concebir -que en mi opinión es la capacidad más excelsa que la naturaleza ha concedido a los seres humanos-, o por no ser capaz de realizar más de una tarea a la vez, o por carecer de sentido estético para decorar los espacios, o por mi poca prolijidad en el desarrollo de algunas tareas profesionales… (la lista es muuucho más larga pero la dejo hasta aquí para no aburrir al lector); de hecho, en vez de sentirme inferior por estas carencias me asocio con mujeres buscando complementariedad, así que me casé con una, trabajo con muchas y tengo varias amigas. Y así me explico también que las mujeres que son felices en su rol de madres -y con sus vidas en general- no se sienten interpretadas por los reclamos feministas, como observo en muchas con las que me toca compartir (y por cierto que no les interesa ir a la Luna).
En fin, Jesús no ordenó sacerdotes a mujeres, los hombres no podemos concebir y el obispo no debió haberse disculpado por decir la verdad. Pero la estupidez generalizada de nuestro tiempo lleva a que algunos se acomplejen porque las cosas son como son y no como les gustaría que fueran y a exigir disculpas a quienes lo dicen.