¡Qué grandiosa es la vida del bautizado, y qué preciosa es la vida cristiana! ¡Una vida sacramental! Esto hay que recordarlo hoy muchas veces. Hemos de tener el bautismo cálido, nuestra fe bautismal, a flor de piel, en la punta de los dedos, para transmitir el valor de la fe e invitar al seguimiento de Cristo a los que nos rodean.
Se ha extendido tanto el bautismo, que hemos vivido en una sociedad donde muchas veces se ha considerado tan sólo como una buena costumbre. Perdemos así la consideración de su importancia, de modo que la costumbre de bautizar a los hijos va descendiendo: “Cuando sean mayores que ellos elijan”, se dice. No les dan a elegir sobre el idioma que van a hablar, la comida o la educación que tengan que recibir, pues les dan espontáneamente lo mejor de sí, lo que han vivido. No toman conciencia del bautismo dentro de la espontaneidad de dar lo mejor que tienen a sus hijos, que evidentemente van a tener que escoger a lo largo de su vida en muchas ocasiones con toda libertad el valor de este sacramento recibido. Y es que el Sacramento del Bautismo no es un rito mágico, sino un seguimiento, un discipulado, que hace entrar en juego continuamente la libertad.
Por esto mismo no nos debería de extrañar la relación entre bautismo y salvación. Cuando la Iglesia anuncia la salvación a través del seguimiento de Cristo, es fiel a su Señor, que en el último momento entre nosotros ordena a toda la Iglesia y con todas las letras: “Id al mundo entero, predicad el Evangelio y la conversión de los pecados, y bautizad; y el que reciba el bautismo se salvará, y el que no, se condenará”.
Son palabras que están en el Evangelio y no las podemos borrar. Podemos intentar entenderlas, profundizar en ellas. Veremos así que la mirada del Señor es universal para todos, sin dejar de lado, y esto ha de quedar claro, que el bautismo no es algo suplementario, complementario, un adorno en la vida de fe: no soy cristiano sólo si me gusta Jesús y su enseñanza, si aprendo algo de sus palabras y actitudes, bellísimas por otra parte, escuela de vida para los hombres, la única porque Él es “el Camino, la Verdad y la Vida”. ¡Necesitamos recibir algo más! Es la gracia del sacramento, que nos incorpora a su vida y nos la ofrece como regalo divino. Su bautismo nos abre la puerta al mayor regalo, a la comunicación de Su propia vida. ¡Necesitamos recibir la mismísima vida de Dios!
Porque Él, en su infinito amor, ha dado su vida por nosotros. Bautismo quiere decir literalmente “inmersión”. Y así se hace el signo sacramental en la Iglesia Oriental: entrando en el agua, hasta no poder respirar, y salir con ese nuevo aliento de vida nueva en el nombre de Dios. Porque el signo externo, al ser sacramento, realiza lo que significa. Necesitamos la vida de Dios como la respiración, la vida sobrenatural, para vivir por encima de nuestros límites humanos naturales. No sólo nos conformamos con una palabra bonita de alguien que nos cautiva, sino que Dios, en esta inmersión, entra en nuestra vida pecadora (Encarnación y Cruz), se sumerge en ella, para revolucionarla desde dentro, y darnos la suya, la vida de divina (Resurrección). Por eso el bautismo perdona nuestro pecado, restaura su efecto de distanciamiento radical de Dios, nos devuelve a una comunión de amor, que no es simplemente llevarnos bien o ser o no amigos dependiendo de las circunstancias, sino injertarnos en el tronco de la vida divina, de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Ser santos, la aspiración a la santidad, es mucho más que ser buenos por fuera, que una vida moralmente buena. Se trata de que Dios nos transforme interiormente en nuestra propia vida en la medida en que estamos injertados en su Vida de Dios. Lo que nos hace justos es la vida de Dios, y por eso nos bautizamos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Somos hijos de Dios, hombres nuevos, llamados a la misma vida de Jesús y a la misma misión de Jesús. Nuestra vida y misión es preciosa. No hay en la tierra nada más maravilloso que ser cristiano, que tener esta vida de Dios dentro de nosotros. Aunque sea un gran regalo de Dios es tremendamente exigente.
Efectivamente, agradecidos profundamente al Señor, desbordantemente bueno y generoso porque nos ha dado su vida, se lo agradecemos en la práctica, con obras, reconociendo cómo deberíamos nosotros vivir consecuentemente con esa gracia que hemos recibido de Dios; de qué manera nosotros tenemos que renovar nuestra fe, que supone siempre abandonar el pecado, ese pecado del que nos ha liberado muriendo en la Cruz, para disponernos cada vez más al servicio y el amor a Dios con todo el corazón. Injertados por el bautismo en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, experimentamos la comunión y la fortaleza para seguir con fidelidad y generosidad a Dios que nos ha amado infinitamente hasta dar la vida por nosotros, de manera que por Él con Él y en Él, demos la nuestra en medio del mundo.
Pincha aquí para escuchar la alocución sobre el Bautismo de monseñor Zornoza, obispo de Cádiz y Ceuta.