Con el año nuevo que empieza hacemos propósito de iniciar una ‘vida nueva’ que imaginamos preñada de nuevos proyectos, nuevas empresas, nuevos objetivos y nuevas metas. Y como tales novedades suelen ser quiméricas, o tan numerosas que resultan inabarcables, o tan excesivas en su ambición que finalmente se nos revelan sobrehumanas, acabamos el año aplastados por un sentimiento de fracaso y humillación, contra el que ni siquiera contamos con aquel consuelo que nuestros antepasados resumían en forma de refrán: «El hombre propone y Dios dispone». Pues han logrado meternos en la cabeza (y es, en verdad, una idea por completo desquiciada) que todo lo que nos propongamos podremos hacerlo; y este voluntarismo desaforado acaba ensuciándonos de amargura y desaliento, cuando nuestros empeños megalómanos se topan con el escollo de nuestras limitaciones.
Muchas veces me he propuesto, al comenzar un nuevo año, realizar tareas que luego no he podido completar; y que, para más inri, me dejan exhausto e insatisfecho, como la tortuga dejaba a Aquiles en la paradoja de Zenón de Elea. A medida que me he ido haciendo viejo, sin embargo, he aprendido que el secreto de una ‘vida nueva’ no se halla tanto en incorporar nuevas tareas a nuestra muy atareada vida, ni en añadir nuevas pretensiones a nuestra muy pretenciosa vida, ni en formular nuevas aspiraciones o alcanzar nuevos logros, sino más bien en rehuir las tareas presuntuosas, en desdeñar las pretensiones vanas, en renegar de las aspiraciones fatuas y de los logros desorbitados. He aprendido, en fin, que la mejor ‘vida nueva’ es nuestra vida antigua, despojada de los muchos errores que nuestra soberbia nos ha inspirado, los muchos errores que arrastramos como un pesado fardo del que, sin embargo, no nos queremos desprender. Porque lo que más nos aparta de una ‘vida nueva’ no son tanto los errores que hayamos podido cometer como nuestro empeño en disculparlos, en justificarlos, en presentarlos incluso como aciertos, según esa manía tan humana de envolver con una capa de caramelo nuestras podredumbres.
Desprendernos de nuestros errores, renegar de nuestros hábitos más lamentables, dimitir de nuestras conductas más lastimosas resulta, en realidad, mucho más sencillo que emprender todos esos proyectos quiméricos que concebimos al comienzo de año. Pero, a la vez, hiere mucho más nuestro orgullo: pues mientras el proyecto quimérico nos hace creer -siquiera por un instante- que somos diosecillos omnipotentes, la renuncia al error nos obliga a despojarnos de la armadura rutilante del engaño y nos confronta con el desnudo barro con el que estamos hechos. De ahí que una ‘vida nueva’ fundada en la pompa (pues nuestras aspiraciones siempre son, a la postre, pomposas) resulte mucho más halagadora que una “vida nueva” fundada en el desprendimiento, aunque sepamos que la segunda es plenamente posible (basta tan sólo un poco de humildad) y la primera irrealizable.
La ‘vida nueva’ que, en lugar de proyectarse sobre un futuro improbable, vuelve la vista atrás hacia el pasado, para rectificar sus errores, tiene además una ventaja irresistible. Pues así volvemos a disfrutar de la vida antigua que ya tuvimos y creíamos olvidada, de los amigos que dejamos en alguna esquina del camino, de los afectos que habíamos hibernado, de las sorpresas convertidas en rutina con el paso de los años. Casi sin darnos cuenta, en nuestra vida volcada fanáticamente hacia la novedad, anhelosa de nuevos horizontes, tendemos a olvidarnos de lo que dejamos atrás, por considerarlo nimio, gastado, archisabido. Pero, ¡cuánta belleza oculta hay en convertir en novedad lo que ya vivimos, en volver a abrazar lo que perdimos! Hay pocas cosas tan reparadoras y hermosas como la repetición de las cosas sencillas; porque es precisamente en la repetición (mucho más que en la búsqueda desnortada de novedades) donde uno descubre que la única vida nueva es la vida con un estribillo, la vida recorrida de ritos que se repiten y nos permiten reparar en la belleza de nuestros días. En cambio, la vida obsesionada por la novedad acaba siendo siempre una vida sin eje ni horizonte, una vida urgente y resbaladiza, vida de polilla que persigue todas las modas y acaba hundida en el basurero de la frustración y el despecho.
Volvamos la vista atrás, recuperemos nuestras huellas, volvamos a andar el camino despojados de los viejos errores. Y tal vez así logremos vivir una ‘vida nueva’.
Publicado en XL Semanal.