Hace 2016 años, en la aurora de la salvación, resonó para todo el mundo como gozosa noticia el nacimiento de un Niño. Aquel nacimiento ponía de manifiesto “el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace” (Evangelium Vitae 1).
 
Es cierto, es verdad, que el mayor acontecimiento en la historia del mundo, después del nacimiento del Hijo de Dios, es el nacimiento de un niño. Es como decir que en el milagro de la vida de cada ser humano se repite, en cierto modo, el milagro grandioso de un Dios que, por amor, se hace hombre; es como decir que Dios es el precio de una vida humana, de todas y cada una de las vidas humanas. Es como reconocer, en suma, que el asombro ante la dignidad de la persona humana se encuentra en Jesucristo, Evangelio de la Vida.

El mundo actual trata de apagar o de poner sordina a tan importante y esperanzador mensaje. Son las campañas y la trompetería de los embajadores y servidores de la “cultura de la muerte” y del miedo al futuro que se cierne amenazadora sobre los hombres y los pueblos, sumidos en un invierno demográfico, los que quieren apagar este mensaje; son las campañas de los que no aman al hombre, de los que le engañan y pervierten, de los que se sirven de él y quieren tenerlo bajo su control; entre estas fuerzas aniquiladoras del hombre es necesario aludir a la ideología abortista o a la ideología de género, tan poderosas y apoyadas por fuerzas y poderes que no es difícil desenmascarar y denunciar.
 
Pero la palabra de Dios, que es Vida, el Evangelio de la Vida y del amor que es Cristo, nadie puede encadenarlo aunque se intente, aunque se trate de ponerle una losa encima tras desacreditarlo. Es necesario que resuene en nuestra sociedad desalentada este Evangelio, “confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter inviolable”. Es preciso que no se calle ni se debilite, como proclamaba el Papa San Juan Pablo II, esta “acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad” (EV 5).
 
Como el mismo Papa San Juan Pablo II recordó tantísimas veces a la humanidad entera, una de las más decisivas causas en las que se va a jugar el futuro de la Humanidad y la salvación del hombre en este siglo y milenio, que acaban prácticamente de comenzar hace tan solo dieciséis años, va a ser la causa de la vida. El siglo XX ha sido el siglo de las guerras, de las más terribles de toda la historia humana. 
 
Desde la perspectiva de la fe católica, habría que añadir, además, el período histórico, dentro de la era cristiana, en el que el valor fundamental de la vida se ha visto más universalmente amenazado y más abiertamente puesto en cuestión. Nuevas y gravísimas amenazas se ciernen sobre la vida y la dignidad de la persona humana en el umbral todavía del siglo XXI, como se muestra palmariamente en la ideología de género, tan poderosa como contraria al hombre y a su dignidad inviolable.
 
La guerra se sigue utilizando sin escrúpulos como método brutal de solución a los problemas políticos. Se usa y justifica el terrorismo con su secuela de asesinatos, crímenes, vidas y familias destrozadas como recurso legítimo para no se sabe bien qué fines políticos, sociales o culturales, si no son la destrucción, el odio o la muerte. Se justifican la manipulación genética con fines experimentales o la eliminación de embriones, no considerados como seres humanos, como si no se tratara de “uno de los nuestros”. Nos hemos acostumbrado a esas cuatro quintas partes de la Humanidad que pasan hambre o a esos millones y millones de hombres, ya desde niños, que no tienen el mínimo necesario para subsistir con dignidad.
 
Se vende, sin ninguna justificación e incluso falseando los mismos datos de las Naciones Unidas, el llamado “boom demográfico” con políticas antinatalistas puestas al servicio de intereses económicos e ideológicos. El narcotráfico criminal y el consumo de drogas siguen haciendo estragos en la vida de numerosos jóvenes. No son, por desgracia, infrecuentes los malos tratos, incluso con heridas y consecuencias de muerte, infligidos a mujeres y niños débiles e inermes. La vida de los no nacidos, de los enfermos terminales, de los ancianos, de los disminuidos de todo tipo... se encuentra cada vez más desamparada no sólo por las leyes vigentes, sino también por las costumbres y estilos de vida más en boga en la sociedad actual. Parece que se trata de vidas humanas de inferior valor y menos dignas de protección jurídica y social que las de los sanos, fuertes y autosuficientes en lo físico, lo psíquico y lo económico-social. Es evidente que gana terreno lo que el Papa San Juan Pablo II calificó como la cultura de la muerte. Pero la muerte ha sido vencida en su misma entraña por el Evangelio de la vida, por Jesucristo, que nace como niño débil y frágil en Belén y muerto en la Cruz y resucitado para nuestra salvación.
 
Los que creemos en Jesucristo y tenemos la firme convicción de nuestra llamada a la Vida, los que queremos al hombre, no podemos desalentarnos, no cejaremos jamás en la defensa de este hombre amenazado. Tengamos esperanza. Si hoy, con razón, nos avergonzamos de los tiempos de la esclavitud, no tardará en llegar un día en que nos avergoncemos y arrepintamos de esta cultura de muerte, también legalmente establecida, de manera singular, de esos millones de abortos protegidos por la ley; no olvidemos lo que decía San Juan Pablo II: que “cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante” (EV 73).