Dice el refrán que «la cabra siempre tira al monte». Mucha sabiduría en tan pocas palabras; si bien en esta ocasión el polémico y exitoso empresario de la comunicación Jaume Roures y su diario Público sean las cabras; y el trotskismo, el monte.
Así, el pasado sábado 7 de noviembre, Público ofertó a sus lectores, como otra más de las diversas promociones dirigidas a su difusión, el libro «La Revolución permanente», de… ¡León Trotsky! Casi nada. Todo un clásico. ¿De qué? ¿De la cultura de izquierdas?, ¿del marxismo?... ¿o del terrorismo y del genocidio?
De entrada, ¿quién fue León Trosky?
Lev Davídovich Bronstein, es decir, León Trotsky, nació en Ucrania en 1879 y murió asesinado en Coyoacán, México, el 21 de agosto de 1940. Fue uno de los protagonistas más decisivos de la revolución bolchevique de 1917 en Rusia. Ganándose la confianza de Lenin, organizó el feroz Ejército Rojo que derrotaría a los Ejércitos Blancos contrarrevolucionarios y a varios ejércitos extranjeros en la guerra civil. Pero también destacó en el frente interior reprimiendo a cualquier disidente, real o ficticio, al Partido Comunista bolchevique y al nuevo régimen. Opuesto a Stalin, terminó exiliándose de la URSS. Escribió numerosos textos teóricos, entre ellos el que ha originado este comentario, y organizó toda una tendencia del movimiento comunista internacional: el trotskismo. Inicialmente denominada Cuarta Internacional, enfrentada a los diversos partidos comunistas «oficiales», eclosionó en numerosas facciones en las décadas siguientes. Todavía hoy no pocos partidos de todo el mundo –generalmente minúsculos- se consideran sus herederos.
Pues uno de esos partidos fue la española Liga Comunista Revolucionaria, en la que militó antaño Jaume Roures y otros queridos «compañeros». Fundada en 1971, todavía encontramos a algunos supervivientes de aquella aventura, después de unificaciones varias, escisiones, coaliciones, expulsiones, etc., en el partido Izquierda Anticapitalista; y a los más espabilados, en el PSOE y aledaños. Una añorada militancia de la que Roures no sólo no se avergüenza, sino de la que se enorgullece. No obstante, ¿se imaginan si un empresario, de análoga relevancia, proclamara con orgullo un pasado nazi, por ejemplo? En fin, otro ilustre miembro del elitista club de la izquierda del caviar que no renuncia a hacer la revolución… a su manera. ¿Los ingredientes?: progresismo a ultranza, adicción a todo «ismo» que suene a post marxista, anticatolicismo, buenos contactos, altísimas influencias, dinero y más dinero… y mucho morro. Morro fino, eso sí. ¿Y la coherencia y austeridad revolucionarias? Pues para los demás; sobre todo para los católicos.
Desde el imaginario izquierdista, a León Trotsky se le ha presentado con una acrítica imagen romántica: la del revolucionario insobornable e intransigente asesinado por orden de Stalin. Un revolucionario puro y «limpio». ¿Seguro? Hagamos un poco de historia.
En el verano de 1918 los bolcheviques rusos se encontraban en una situación desesperada. Existían varios frentes militares abiertos en el Don, Ucrania y a lo largo de la ruta del Transiberiano. Estallaron 140 revueltas en su contra, particularmente entre los campesinos. Lenin reaccionó enérgicamente y sin piedad. Ya en agosto los bolcheviques empezaron a realizar fusilamientos masivos, requisas, campos de concentración, tomas de rehenes… Lenin y sus colaboradores idearon y ejecutaron el instrumento adecuado a sus más delirantes objetivos: un decreto denominado «Sobre el terror rojo». Y uno de sus más exactos cumplidores fue León Trotsky. No se conoce con exactitud el número de ejecuciones que le siguieron, pero se calcula que, a lo largo de los dos meses siguientes, oscilaría en torno a las 15.000. Y ello sólo constituyó una primera oleada: vendrían otras muchas a lo largo de los años siguientes. En la URSS inicialmente…y en un tercio del mundo en las décadas siguientes; alcanzado la categoría de genocidio en no pocas ocasiones.
Pero ese terror terminó volviéndose en contra del propio Trotsky, al igual que de otros cientos de miles de apasionados comunistas convertidos arbitrariamente en enemigos de la ortodoxia estalinista. Pero su sacrificio no impide el juicio histórico: Trotsky fue uno de los responsables y eficaces ejecutores iniciales del terror rojo; semilla de futuros genocidios y crímenes de todo tipo perpetrados durante décadas en nombre de esa ideología inhumana. Y da igual su apellido: estalinista, maoísta, marxista-leninista… trotskista.
No. El empleo indiscriminado del terror como herramienta del poder político, en el campo comunista, no fue obra exclusiva de unos dementes estalinistas, quienes habrían distorsionado los ideales de la «auténtica revolución», tal y como nos la siguen presentando muchos santurrones progres; algunos de ellos ex-trotskistas. El terror empezó con un Lenin muy consciente de las decisiones que adoptaba. Pero también el propio Trotsky invocó al «terror rojo» como una herramienta ineludible en el camino resuelto hacia la revolución. La experiencia de los comunistas españoles –más o menos trotskistas- del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) lo acredita. Nin, Maurin y sus seguidores, contribuyeron al desencadenamiento de la guerra civil, a su sostenimiento, y al establecimiento de un régimen de terror revolucionario despiadado con sus enemigos… Y fueron devorados por otros comunistas más implacables, poderosos y decididos (el entonces estalinista PCE y la todopoderosa NKVD rusa).
El trotskismo, desde su teoría de la «revolución permanente», ha efectuado además, no lo olvidemos, notables aportaciones teóricas y prácticas al terrorismo moderno; especialmente en la década de los 70 del pasado siglo. Recordemos, por ejemplo, al sanguinario Ejército Revolucionario del Pueblo, brazo «armado» del argentino Partido Revolucionario de los Trabajadores; exterminados finalmente por los dictadores militares.
No. Trosky y los trotskistas no son meras víctimas inocentes de un demente profanador de las esencias revolucionarias.
Recordemos un hecho que, como tantos otros, pasó un tanto desapercibido en España. La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó el 25 de enero de 2006 la resolución 1.481 en la que se establecía, entre otros aspectos, que «Los regímenes comunistas que existieron en Europa Central y Oriental –durante el pasado siglo- y que siguen existiendo en varios lugares del mundo se caracterizaron por violaciones masivas de los derechos humanos. Estas violaciones, variables según el país, la cultura y el período histórico, comprendían los asesinatos y las ejecuciones individuales o colectivas, las muertes en campos de concentración, la muerte por hambre, las deportaciones, la tortura, los trabajos forzosos, así como otras formas de terror físico colectivo, las persecuciones por motivos étnicos o religiosos, por la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión, por la libertad de prensa y la ausencia de pluralismo político». Tales crímenes se justificaron «en nombre de la teoría de la lucha de clases y del principio de la revolución del proletariado», pues «la interpretación de esos dos principios legitimaba la eliminación de personas nocivas para la construcción de una sociedad nueva». Es decir, exactamente los mismos principios abanderados por los trotskistas; aunque ellos los maticen in aeternun y ad nauseam.
Retomemos los hechos del inicio de este comentario haciéndonos otra pregunta: ¿se imaginan el escándalo que se produciría si, por ejemplo, un diario conservador español, ofertara un texto de Mussolini? ¡La que habría caído¡ Entonces, ¿por qué determinados señores tienen patente de corso para cualquier tropelía intelectual? Unos señores que se reservan un novedoso derecho subjetivo, muy postmoderno por cierto: el de “no arrepentirse”.
Y, mientras tanto, el bon vivant de Roures y sus amigotes preconizando la revolución permanente… desde la opulencia. No tienen vergüenza. Ni conciencia. Ni ellos, ni los impasibles budas españoles de la intelligentsia de la progresía; esa clase neosacerdotal de lo políticamente correcto.
¡Qué sorpresas da la vida! El hiperrojo Jaime Roures, enriquecido gracias al franquista opio del pueblo futbolero, todo un nostálgico de la «revolución pendiente». Perdón, de la «revolución permanente».