No es otra la clave de la Navidad, ni otra la sustancia y raíz de lo que celebramos, que la encarnación de Dios, o sea, su condescendencia extrema con el hombre perdido y desgraciado, amenazado y sufriente; y el origen de esta condescendencia tan extraña es el amor de Dios al hombre. Dios se ha apasionado por el hombre, por todos y por cada uno en concreto, y se ha volcado por entero y sin reserva en favor del hombre, de cada uno de los hombres, para que sea engrandecido, para que tenga la dignidad inviolable de ser hijo querido por Dios, para que encuentre el perdón de sus pecados y goce de la infinita misericordia y de la paz estable y duradera, para que camine en esperanza y conozca la verdad que nos hace libres.
Aunque le parezca extraño y le repugne a la “sabiduría” de los “sabios y entendidos” de este mundo, Dios no abandona al hombre en su miseria, asume esa miseria y debilidad. Sin vuelta atrás: es Dios-con-nosotros. Ya podemos empeñarnos en ir contra el hombre, en establecer violencia y mentira, en cercenar libertad y eliminar la vida en cualquiera de sus fases, ya podemos empeñarnos en destruir el amor verdadero o en romper la familia, ya podemos pisotear al hombre y su dignidad, ya podemos seguir empeñados en la venganza, el odio o la guerra, y en no admitir la misericordia y el perdón, ya podemos intentar olvidarnos del hermano y cerrarnos en nuestra propia carne o seguir haciendo prevalecer el egoísmo y los intereses propios, ya podemos ir de tantas maneras en contra del hombre negando sus derechos fundamentales o sometiéndolo a los poderes injustos, ya podemos empeñarnos en vaciar al hombre, sumirlo en un nihilismo destructor o en el abismo del sinsentido, ya podemos hacer lo que sea de miles maneras y modos que conculquen o amenacen al hombre en su dignidad, que, a pesar de todo y por lo que ha acontecido una vez por todas hace dos mil años en Belén, Dios seguirá para siempre y eternamente apostando por el hombre. Esta es la gran verdad de la Navidad: Dios se ha hecho hombre.
Ahí está su omnipotencia, la omnipotencia de su amor, de su condescendencia, de su misericordia, de su rebajamiento hasta esta criatura frágil de un niño. Ahí está su poder: en ese Niño, inerme, que llora al nacer, inocente, frágil, que se está dando todo y se anonada por nosotros, los hombres. Ahí está la paz que Él nos trae y es obra suya. El poder de Dios es distinto del de los poderosos del mundo. El modo de actuar de Dios es distinto de como nosotros lo imaginamos y de cómo querríamos imponerlo también a Él. Dios en este mundo no entra en concurrencia con las formas terrenas de poder. No contrapone sus divisiones a otras divisiones, sus ejércitos a otros ejércitos.
Él contrapone al poder ruidoso y prepotente de este mundo el poder inerme y silencioso del amor, que en el Niño de Belén se rebaja y aparentemente fracasa, pero que constituye algo enteramente nuevo que se opone a la injusticia e instaura el Reino de Dios, Reino de amor y de vida, reino de gracia y verdad, reino de justicia y de paz. Dios es distinto y así lo reconocemos en la Navidad. Esto significa que nosotros mismos deberíamos ser distintos, deberíamos asumir el estilo de Dios; deberíamos ejercer el Poder al modo de Dios y llegar a ser hombres de la verdad, del derecho, de la bondad, del perdón, de la misericordia, del amor.
Este es el verdadero mensaje de la Navidad, el gozoso y esperanzador mensaje que el mundo, también el de hoy, y si cabe más el de hoy, siempre necesita. El mundo necesita de Dios, el mundo necesita de este Niño. El mundo necesita abrirse a Dios, recibir a Dios, acoger a este Niño, Niño Dios, Emmanuel, Dios-connosotros. El no recibirle, el rechazarle, el negarle, el olvidarlo o el ir contra Él, es ir contra el hombre. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Por eso pido al Niño de Belén, y es mi gran deseo para la Navidad de este año que nos conceda a todos, a todos sin excepción, que reconozcamos la plena verdad de Dios, condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Que reconozcamos en Él, en el Niño, la verdad de Dios, y que como los pastores o los Magos de Oriente, nos postremos ante Él y le adoremos, reconozcamos de verdad y con todo el corazón a Dios. Dios es Amor que salva.
No podemos tener miedo de Él, ni ir contra Él, iríamos contra el Amor, iríamos así contra nosotros mismos, contra la humanidad a la que Dios ama hasta el extremo de ese derroche de sabiduría y de gracia que es su condescendencia y rebajamiento por amor que vemos en Belén. Dios, en este Niño, es fuente inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y colectiva, Dios es el hontanar inagotable de felicidad y de dicha que nada ni nadie puede superar. Dios, solo Dios, hace efi caz cada obra de bien y de paz. A todos deseo y para todas las familias, para todos los hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes y adultos, pido que conozcamos y amemos, que acojamos y adoremos al niño Dios a Dios mismo en Él, y todo se llenará de luz, todo se inundará de paz, todo será engrandecido por la sabiduría y la verdad. Que los creyentes en Cristo seamos testigos convincentes de la verdad de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, la verdad de Dios que aparece y se hace patente en el portal de Belén. ¡Feliz y santa Navidad!
Publicado en La Razón