Ahora estamos en la tontuna del cambio climático, de modo tal que si no hacemos algo de inmediato, sobre todo aumentar los impuestos y las prohibiciones, según el canon de los socialistas cuando llegan al poder, dentro de una semana, o de quince días a más tardar, el mundo acabará disolviéndose como un azucarillo en una taza de café. Son las previsiones catastróficas de la nueva profetisa del cambio climático, la niña Greta Thunberg sueca, que en lugar de ir a la escuela según su edad, hace rabona y se dedica a echar mítines políticos sobre el cambio atmosférico que amedrenta a los tontos útiles.
La cosa ha llegado a tal extremo, que hasta el secretario general del ONU, nuestro entrañable vecino portugués, presumiblemente masón, como sus predecesores, Antonio Guterres, se permitió la licencia de invitar a una adolescente a lanzar una soflama climática catastrofista como si la niña fuese un pozo de ciencia infusa sobre las variaciones del clima.
Los científicos serios no comparten las tesis de los “calentólogos”. Además, esto de los cambios climáticos del planeta azul no es nada nuevo, ni siquiera en tiempos recientes. Profetas del Apocalipsis ha habido siempre, sólo que nunca se han cumplido sus profecías del fin del mundo. Tomas Malthius, que vivió entre los siglos XVIII-XIX, predijo una hambruna mundial de proporciones enormes a causa del crecimiento incontrolado de la población planetaria, mientras la producción agroalimentaria permanecía estática. Él, científico, se olvidó de los progresos en los cultivos y en la crianza de animales de utilidad humana que iba a promover la ciencia, mal que les pese a los animalistas, que lloran cuando una gallina pone un huevo (¡pobrecita gallina!) y además sin cacarear.
Los más viejos del lugar recordarán, si hacen un poco de memoria, las molonadas del cambio climático que tuvimos que soportar a partir del último tercio del siglo pasado. Así, por ejemplo, en los años 70 se vaticinó una nueva glaciación –a estas alturas de la película humana–, debido a la polución del aire que opacaba la penetración de los rayos solares.
Ese mismo decenio de los 70 nos machacaron con el agujero de la capa de ozono que no hacía más que crecer, y que llegaría a tener tales dimensiones que los rayos solares nos achicharrarían como a San Lorenzo en la parrilla. En los años ochenta se acordaron de la lluvia ácida, que estaba desforestando los bosque de Canadá y Estados Unidos y que, por supuesto, se extendería al resto del planeta.
Posteriormente nos vendieron la burra ciega –y en esto estamos–, del desmesurado aumento del nivel de océanos y mares que inundarían hasta un metro vertical de sus territorios costeros, de manera que iban a desaparecer ¡ya!, tragados por el mar, las playas y chiringuitos de refrescos del mundo entero.
Pero no se alarmen. Todo eso puede evitarse. Sólo basta encomendarse a la niña Greta Thunberg y seguir sus pasos, o lo que ella dice, como hacen todos los tontos útiles del mundo occidental. No importa que otras grandes naciones de la parte oriental como Rusia, China y compañía, no se manifiesten contra el cambio climático. Ellos se lo pierden. No tienen tiempo para estas gansadas.
Nosotros estamos demasiado ocupados en mover los hilos de las marionetas de la nueva religión laicista del medio ambiente. Hasta en Zaragoza salen en procesión según las normas de la niña Greta, en lugar de ampararse en la Pilarica, como han hecho los maños toda su vida cada vez que al Ebro se le hinchan las narices. Así que todo está muy claro, tan claro como la adivinanza que se dice en Valencia: verde por fuera, rojo por dentro, pepitas negras melón de “algero”, ¿qué es?