En un capítulo de La familia Monster, los habitantes de la fantasmagórica mansión reciben un gran paquete que les remite desde Transilvania su tío Gilbert. Al abrirlo, lo encuentran repleto de monedas de oro.
“Pero el tío Gilbert no es hombre rico. ¿Dónde conseguiría tanto dinero, así de pronto?”, se pregunta Lily (la vampiresa).
“Bueno…”, responde Herman (Frankenstein), “el tío Gilbert fue un político. Tal vez Transilvania fue declarada una nación enemiga y nuestro gobierno automáticamente les mandó ayuda”.
Las risas enlatadas que acompañan la ocurrencia subrayan que se trata de una humorística crítica a una arraigada tendencia de la Secretaría de Estado desde la era Roosevelt y que, con altibajos –el capítulo es de 1965–, se ha mantenido hasta hoy. Esto es, una aplicación a la diplomacia norteamericana de la célebre frase de Lenin: “Los burgueses nos venderán la soga con la que les ahorcaremos”.
Lo de la soga y el ahorcado viene a ser, por acercar los ejemplos desde los lejanos Monster a la actualidad, como la participación de Ciudadanos en el Orgullo Gay del año pasado o la del PP en el 8-M de este domingo… o como la decisión de algunos obispos de imponer la comunión en la mano so pretexto del coronavirus.
Sin que ninguna autoridad sanitaria lo haya pedido –supuesto que hubiese que concedérselo si lo pide–, la autoridad eclesiástica, por propia iniciativa, eleva una insólita e infranqueable barrera puramente civil para el acceso de miles de personas al sacramento de la Eucaristía.
La soga de Lenin parece un hilo de coser ante esto.
Sin entrar en la cuestión teológica de si es correcto o no comulgar en la mano, ni en la cuestión canónica que lo establece como una opción que el fiel no tiene derecho a exigir, lo cierto es que, pese a tanta “pastoralidad”, tanto “acompañamiento”, tanto “olor a oveja” y tanta “apuesta por los laicos”, se deja a la intemperie a muchos católicos que no comulgan en la mano sencillamente porque lo consideran –como lo consideró la Iglesia hasta antes de ayer– moralmente inasumible.
Y así, una orden dispositiva de cuestionable validez sitúa a los sacerdotes –como si no tuviesen suficientes problemas– ante una disyuntiva endiablada: o desobedecer a su obispo, o dejar sin comulgar a una parte de sus parroquianos, o retorcerles la conciencia.
Que Dios les ayude a escoger.