No es la primera vez que el cine aborda el tema del objetor de conciencia, cristiano, frente al dilema moral de usar las armas. Lo hizo Howard Hawks en Sargento York, con Gary Cooper. Pero nunca se había hecho con la fuerza y verosimilitud de Hasta el último hombre, de Mel Gibson, interpretada por Andrew Garfield.
Vaya por delante que, como cinéfilo, Mel nunca ha sido santo de mi devoción. Ni como actor, ni como director. Por deshacer malentendidos. El hecho de que sea provida y antisistema no quiere decir que sea un buen cineasta.
Como actor le aprecio en sus primeros filmes (Gallipoli, El año que vivimos peligrosamente, a las órdenes del gran Peter Weir), cuando aún no se había convertido en el hortera sobreactuado y machista de las últimas décadas.
Como director, sólo me ha interesado La pasión de Cristo, porque es el primer filme que muestra la pasión de Cristo. No me acaba de convencer del todo Braveheart (para eso me queda con el Davy Crockett encarnado por John Wayne en El Álamo y con el Espartaco de Kirk Douglas en la peli del mismo título).
El resto de su cine es patriotero, zafio, tosco, carente de la complejidad de Clint Eastwood (otro actor metido a director).
Pero, sin ponerle matrícula de honor (eso queda para los dioses: Allen, Scorsese, Spielberg y por supuesto el exquisito Peter Weir), Hasta el último hombre merece un sobresaliente como una casa, porque es de lo mejor y más interesante de Gibson.
¿Por qué?
1. Porque trata sobre el valor y los valores. Son vasos comunicantes. Para defender los valores hace falta echarle mucho valor. El dilema moral al que se enfrenta Desmond Doss (Andrew Garfield): cómo servir a la patria en plena Guerra Mundial sin coger un fusil, y su coraje de ser fiel a su conciencia, arrostrando las consecuencias es una bofetada a la dictadura del relativismo.
2. Porque la parte bélica es electrizante y salvaje. Te mete de lleno en la batalla de Okinawa (1945) contra los japoneses. Notas el sabor de las balas y el fragor de la sangre, y palpas el miedo en el rostro de los soldados. Te la crees, no es de cartón de piedra, gracias a un montaje frenético, una cámara ultrarrápida, y unos actores muy convincentes. En eso sigue la estela abierta en el cine bélico por Spielberg con la escena del desembarco en Normandía de Salvar al soldado Ryan.
3. Porque la parte romántica, cuando Desmond se enamora de la enfermera, tiene gracia y frescura. Es verdad que te cuenta lo de siempre, pero parece que es la primera vez que se cuenta. Y es no menos creíble. Y a la vez sumamente divertida.
4. Porque los secundarios tienen tanto o más fuste que los protagonistas. En eso si que Gibson sigue a los clásicos, con Hitchcock a la cabeza: debes dibujar al personaje secundario –incluso al “malo”– con más detalle que al protagonista, si quieres tener credibilidad. El veterano Hugo Weaving –esta vez sin las puntiagudas orejas de elfo que lucía en The lord of the rings como Elrond– borda su papel de padre de Desmond, alcoholizado y desengañado de la vida. Por no citar a Vince Vaughn, como vociferador sargento de marines, que evoca a todos los sargentos de marines de las viejas pelis bélicas, tipo Lee Marvin, duros por fuera y blandos por dentro.
5. Porque se basa en hechos reales. No estamos ante una novelita o una tesis de salón sobre los conflictos de conciencia, sino ante la historia real del verdadero Desmond Doss. Aparece el al final, en un epílogo documental que, sin que sirva de precedente, es sumamente oportuno. Y eso le da relieve a la película.
6. Porque es antisistema, valiente y sin complejos. Valiente y sin complejos, como el propio Desmond, lo cual no quiere decir que no tenga miedo y no le asedien las dudas, pero dotado de nobleza interior, en ningún momento trata de engañarse a sí mismo. Una película que habla de patria, heroísmo, amor, fe en Dios, valores que como dice el crítico de ABC, Oti Rodríguez Marchante, son “para el progre de manual como una ristra de ajos para el Conde Drácula”.
7. Y porque es, a la vez, es un potente espectáculo cinematográfico.
Lo peor: Podía sacar más partido al final de la batalla, con más elegancia, más sutileza, más emoción… pero Gibson no es David Lean.
Lo mejor: La frase de un personaje real –en el epílogo– que resume toda la película: “Las convicciones no son una broma”.
Publicado en Actuall.