En el momento actual la neurociencia se ha convertido en una de las áreas más dinámicas y de mayor expectativa social de la investigación biomédica. Ello se debe a dos tipos de motivos. En primer lugar por el auge de las nuevas tecnologías que permiten analizar las causas de las enfermedades mentales y neurodegenerativas, y en segundo lugar por contribuir a un nuevo espacio de discusión sobre la relación entre el cerebro y la mente.
Refiriéndome a esto último, algunos científicos se afanan por demostrar la existencia de un determinismo biológico de nuestra conciencia, y como consecuencia de nuestra conducta, y por lo tanto de nuestra libertad, lo que de llegar a confirmarse conduciría a la negación de la existencia del alma. El intento por naturalizar la mente queda clara en la afirmación de que todo lo espiritual es un producto de lo neuronal, proclamada por Antonio Damasio, neurofisiólogo Premio Príncipe de Asturias 1985, en su obra Y el cerebro creó al hombre (Ed. Destino-Planeta, Barcelona 2010). De demostrarse tal afirmación, tendría razón la Dra. Brigitte Falkenburg, profesora de Filosofía de la Ciencia de la Universidad Tecnológica de Dortmund, que señalaba que «si hubiera tal determinismo el conocimiento sería como un órgano totalmente inútil y nosotros seríamos como zombis».
Sin embargo, reducir la mente a circuitos neuronales, impulsos eléctricos, canales de iones o reacciones químicas es difícil de abordar desde el punto de vista experimental. ¿Cómo probar que algo inmaterial y por tanto inmanejable, como la mente, surja de algo material, como lo es el cerebro? ¿Cómo demostrar el determinismo biológico de algo etéreo como nuestra conciencia?
El primer problema está precisamente en la inaplicabilidad del método científico a la resolución de un problema que carece de materialidad. A este respecto me parecen acertados los análisis del problema de dos autores españoles. En primer lugar el Prof. Juan Arana Cañedo-Argüelles, catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, que en un reciente ensayo titulado La Conciencia Inexplicada (Biblioteca Nueva, Madrid, 2016), revisa los principales hechos y argumentos que abogan por una explicación naturalista de la conciencia, evidenciando cómo todos esos intentos han sido infructuosos. ¿Es posible explicar todos los aspectos y dimensiones de nuestra mente con el método experimental y sobre la base de la estructura del cerebro? No, no hay evidencia empírica ni demostración experimental que lo explique.
En segundo lugar y sobre el mismo asunto, el Prof. Francisco José Soler Gil, Doctor en filosofía de la física por la Universidad de Bremen, en su obra Mitología materialista de la existencia (Ediciones Encuentro, Madrid. 2013) incide sobre el empeño de algunos científicos por ignorar el método propio de la ciencia e instalarse en la especulación filosófica, como cuando se nos vende como ciencia lo que no es sino filosofía materialista y se insiste en que la base de todo es la materia y no lo mental, lo que lleva a afirmar que la mente es un derivado, un producto, un segregado de la materia. En coincidencia con los doctores Brigitte Falkenburg y Juan Arana, el Dr. Soler Gil afirma que si pudiéramos explicar la conciencia en términos materiales, la libertad de decisión no sería más que una ficción del cerebro. Una ficción útil, seguramente, pero no por ello menos ilusoria. La vida subjetiva, mental -por ejemplo, las decisiones conscientes o lo que consideramos decisiones libres-, no serían tales, sino el resultado de tal o cual parámetro cerebral. Esto nos llevaría a la negación de nuestra existencia como personas, seres libres y capaces de obrar moralmente, y nos obligaría a modificar toda la legislación al pasar de seres éticos y responsables de nuestros actos a meros autómatas obedientes al dictado de nuestras neuronas y de nuestros genes.
La investigación del cerebro solo puede mostrar una red débil de condiciones necesarias, pero no suficientes para la conciencia. Las neuronas son componentes del cerebro, no de la mente, y sus respuestas a estímulos, a través de moléculas de señalización, son de tipo electroquímico, no una actividad causal que explique la conciencia.
Lo cierto es que, a principios del siglo XXI, la neurociencia parece discurrir por un derrotero muy parecido al que siguió la genética a principios del siglo XX. Con los avances de la neurociencia se está creando un nuevo determinismo, como el que se produjo con el conocimiento de las leyes de la herencia de los genes tras el redescubrimiento en 1900 del trabajo de Mendel (18221884,) que supuso el nacimiento de la Genética. Fue tal la repercusión del conocimiento de las leyes de la herencia biológica que se pasó a ver en los genes los responsables de todo, no solo de los rasgos físicos y fisiológicos, sino también los dueños de nuestro comportamiento. Pues no. Muchas de las acciones que hacemos como humanos, y sobre todo las que atañen al comportamiento, bondad, agresividad, instinto abusivo, naturaleza depresiva, etc. no las determinan nuestros genes sino que se adquieren. Como bien señaló David Hume (17111766), al nacer «la mente humana es una pizarra vacía en la que la experiencia va grabando sus signos». Nuestra forma de ser y obrar en la vida, fruto de nuestra conciencia y voluntad, no tienen que ver con el ADN, sino que forman parte de lo que llamamos personalidad, que es algo que el filósofo español Xavier Zubiri (18981983) definía como el precipitado que deja en cada persona el contenido de los actos que va ejecutando a lo largo de su vida
La realidad es que ni los genes lo determinan todo en el ser humano, y menos su conciencia, ni el sistema nervioso es el responsable de nuestros actos, sino en todo caso al revés, su brazo ejecutor. De modo que además de con lo que se nace, nuestros genes, nuestras células y entre ellas las neuronas, influye en cada persona humana aquello que se hace bajo el dominio de la razón.
Sin embargo, hay un empeño por parte de algunos neurocientíficos, animados por investigadores de las ciencias de la computación, por equiparar nuestra inteligencia natural a la inteligencia artificial, y reducir lo mental a lo cerebral, y por tanto subordinar el espíritu a la materia corporal. Esto, más que ciencia sería reduccionismo y filosofía materialista que además es extremadamente nihilista, porque se basa en que todo, hasta la conciencia es materia, con lo que se niega lo más genuino del ser humano acorde con la definición de Boecio sobre la persona: «sustancia individual de naturaleza racional». Tampoco se puede negar la conciencia como motor de nuestros actos, por el mero hecho de que se puedan topografiar las regiones del cerebro implicadas en distintas tareas, como el habla, la memoria, la vista, el olfato, etc. Como bien señala el Dr. José Luis Velayos, catedrático de Neuroanatomía, «la mente no puede ser una “secreción” del cerebro, ya que de lo material no puede surgir lo inmaterial… A pesar del gran desarrollo de la neurociencia, no se ha conseguido llegar a la comprensión del funcionamiento global del cerebro… se necesita aunar esfuerzos con otras ramas del saber, para llegar a una mejor comprensión del asunto… la ciencia experimental está abocada a una integración multidisciplinar en que estén incluidas las ciencias no experimentales. Así, la concepción unitaria, aristotélica, del ser humano, aunque cueste reconocerlo, volverá a tener vigencia».
Si el cerebro fuese un aparato que dictase nuestras decisiones ¿dejaríamos de ser seres pensantes?, ¿qué determinaría la personalidad?, ¿por qué esta ha de ser diferente entre gemelos idénticos?, ¿serían solo impulsos eléctricos lo que nos induciría hacia el esforzado aprendizaje de una habilidad intelectual como resolver ecuaciones matemáticas complejas, lograr la perfección con un instrumento musical o llegar a ser un buen maestro, o un buen escritor, filósofo o científico? Si el cerebro fuese el único dueño de todas estas capacidades, nuestros actos serían solo el fruto de un sustrato que respondería siempre de forma automática y habría perdido su sentido el esfuerzo, la voluntad y todas las demás facultades relacionadas con el deseo de progresar o adaptarse al medio en que vivimos. Y si el cerebro actuase solo en función de estímulos ambientales quedaría invalidada la voluntad personal, la conducta exploratoria como medio de aprender y progresar en el conocimiento y el deseo de vivir la vida de forma personal. Si el cerebro fuese el dueño de nuestros actos ¿cómo moldear la conducta?, ¿cómo abordar las neurosis, las depresiones o los desórdenes sociales?, ¿tendrían sentido los psiquíatras?, ¿tendría sentido la psicología?, ¿tendría sentido el yoga?, ¿seríamos responsables de nuestros actos?...
Nicolás Jouve es catedrático emérito de Genética.
Publicado en Páginas Digital.