La relación entre poder político y poder espiritual deriva estrechamente del origen de la propia autoridad política.
La autoridad viene de Dios
La Iglesia siempre ha enseñado que la autoridad (política) viene de Dios. Lo afirma San Pablo: "No hay autoridad que no provenga de Dios" (Rm 13, 1). Lo proclamó el mismo Jesucristo cuando le dijo a Pilato: "No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto" (Jn, 19-11). León XIII enseñaba el mismo principio: "Dios es la fuente de la potestad humana" (Diuturnum illud, 1881).
Este principio no significa que Dios decida quién debe gobernar. La indicación de "quién" debe gobernar sucede de muchas maneras; hoy en día, también de manera democrática. Ni Renzi ni Conte han sido designados por Dios para guiar al gobierno. Sin embargo, una cosa es indicar "quién" tiene que gobernar y la otra es legitimarlo moralmente, es decir, fundar "por qué" es justo que gobierne. La descendencia en línea directa o el voto democrático indican quién gobierna, pero no son capaces de legitimarlo, es decir, de establecer si es justo que gobierne, si es un bien que gobierne. Ahora bien, el único motivo por el que un hombre puede mandar sobre otro es que lo haga por su bien. El único motivo que legitima el poder es, por lo tanto, el bien común al que debe servir. Pero el bien común seguirá siendo infundado sin el Sumo Bien. Dios es el Garante del Bien y, por consiguiente, de todo poder del hombre sobre el hombre que quiera ser moralmente legítimo, es decir, que no sólo sea poder, sino que sea también autoridad.
Se podría razonar lo contrario. Si no es en Dios, ¿en qué otra cosa se puede fundar el poder del hombre sobre el hombre? En el voto de la mayoría no, porque se trataría de una pura fuerza numérica; en la decisión de una asamblea o de un parlamento no, porque se trataría de una postura partidista; en los deberes y derechos del hombre tampoco, porque sin Dios estos no tienen el fundamento último y absoluto y podrían ser manipulados. Sin Dios no hay orden, ni bien y mal, ni justicia y el poder político sería abandonado a la fuerza pura. Se trataría sólo de una cuestión de músculos.
El deber de la política hacia la religión
Si la autoridad política hace el bien está legitimada; si no lo hace, está designada, pero no legitimada. La política tiene, entonces, un deber hacia el bien. El bien, sin embargo, no se sostiene solo, porque la moral necesita el carácter absoluto que no puede darse sola. El bien moral necesita el fundamento religioso en Dios. He aquí por qué la política tiene unos deberes dirigidos hacia la moral (está llamada a hacer el bien), pero también unos deberes dirigidos hacia la religión (está llamada a dar culto público a Dios): en caso contrario, también sus deberes hacia el bien lentamente disminuyen. Cuando la política se niega a tener deberes hacia la religión y hacia Dios, entonces sucede que se olvida de que tiene deberes también hacia el bien moral como tal. Cuando la política pierde de vista sus deberes hacia la Sagrada Familia acaba olvidándose también de los deberes hacia la familia. Cuando pierde de vista la vida eterna, acaba olvidándose también de defender la vida.
Si la política se bastara a sí misma y fuera capaz de fundarse sola, no tendría necesidad de una relación con la religión. Como mucho, tendría relaciones contingentes, accidentales, debidas a periodos históricos únicos o a las llamadas necesidades extrínsecas. Por ejemplo, en momento de crisis y dificultades, o porque la religión hace de unión civil entre los ciudadanos (la religión civil) o porque alivia las heridas sociales o las formas más agudas de malestar (la religión como ambulancia). Pero no se trataría de una relación fundamental; es decir, de una relación tal que sin ella la política no podría ser verdadera política.
La Iglesia, en cambio, enseña que la política necesita a la religión además de a la moral, para poder ser verdadera política. De hecho, sin la religión pierde la legitimación última, se debilita y es sometida a los intereses partidistas, se olvida lentamente de la moral, pierde impulso y se reduce a ser mera administración (interesada) de cosas en lugar de guiar a los hombres hacia el bien.
La religión de la antirreligión
¿Qué pasa si el poder político rechaza sus deberes hacia la religión y hacia Dios? El dato más interesante -además de lo que acabamos de decir-, es que el poder mismo se convierte en Dios. Cuando el poder político lucha contra lo Absoluto, hace de sí mismo un absoluto. Cuando la política expulsa a Dios de la plaza pública -o bajo una forma de violencia de tipo jacobina, o con la forma liberal y tolerante de las democracias relativistas-, utiliza una fuerza que tiene valor religioso, que tiene la pretensión de ser una nueva religión. El laicismo contemporáneo es dogmático, violento, discriminatorio, inquisitorial, como si tuviera una fuerza religiosa. No se trata, evidentemente, de una verdadera religión, pero tiene una fuerza religiosa, aunque de tipo antirreligioso.
Se comprende, así, un hecho de gran importancia. El poder político no consigue situarse en una posición de neutralidad hacia el poder espiritual y hacia Dios. Si no está con Dios, está contra Dios. Un mundo sin Dios no es un mundo neutro, es un mundo sin Dios, es decir, contra Dios. La laicidad política, comprendida como el rechazo a la religión y a Dios en el ámbito público es, por consiguiente, imposible. Una vez eliminado a Dios, el poder político llenará el espacio público con otros dioses, empezando por la divinización de sí mismo. Es sorprendente a nuestros ojos contemporáneos la consecuencia paralela: una verdadera laicidad sólo la podemos tener si la política acepta, no sólo su dependencia (directa) de la moral, sino también su dependencia (indirecta) de la religión.
¿Qué religión y qué Dios?
La tarea principal de la autoridad política, además de la conciencia de sus deberes hacia la religión, es no poner a todas las religiones al mismo nivel, sino valorarlas a la luz de la propia razón política. No basta abrir la política al ámbito de lo religioso en general, dado que hay religiones que se oponen a las exigencias de la razón política que debería guiar a la autoridad política. La autoridad política debería, por lo tanto, plantearse el problema de la verdadera religión. A este respecto, la religión católica tiene una pretensión. En el famoso discurso al Parlamento Federal de Berlín, en 2011, Benedicto XVI dijo que la religión católica nunca ha pretendido transformar el Evangelio en ley civil, ni ha querido dar a la revelación un contenido directamente político o jurídico. Más bien siempre ha hecho referencia al derecho natural, pidiendo a los Estados el respeto de la ley de la naturaleza, resultado también de la razón. Benedicto XVI quiso decir que la política no debería relacionarse con una religión integrista, que hace de la revelación una ley civil, porque sería la muerte de la política transformada en religión. No debería tampoco confiar en una religión irracional, que no establece ningún vínculo entre ella y la razón política. Debería confiar -por motivos de razón política y no de fe-, en una religión que garantice la autonomía de la política fundada en el derecho natural y, por lo tanto, el vínculo (directo) con la moral y el (indirecto) con la verdadera religión. Y, efectivamente, si miramos a la historia, la Iglesia siempre ha mantenido separados entre ellos el poder temporal y el poder espiritual, incluso en las formas más variadas que esta distinción ha tenido en las distintas épocas. Pero nunca ha dejado de enseñar, y lo sigue enseñando, que el poder político acaba enloqueciendo si no mantiene firme su relación con el poder religioso, por lo tanto, con la religión católica y la Iglesia, a las que recurrir en los momentos de desconcierto para recuperar el sentido de sí, es decir, la propia legitimación.
Publicado por el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia.