Sucede, a veces, que la vida te regala uno de esos momentos que te arreglan por dentro. Que te cosen el roto interior y te hacen, digamos, mejor de lo que eras justo antes. Mejor persona, mejor ser humano en todos los (buenos) sentidos. Quizá no experimentes una transformación radical y extrema de tu existencia, un giro de 180º de tus principios y prioridades (que también sucede), pero sí te aseguras un potente empujón hacia el lado bueno de las cosas. Y eso es algo que necesitamos todos. Y especialmente yo.
Ese momento -valioso, extraordinario, imborrable, hermoso- me lo regaló la vida hace un par de semanas. Y fue volver a Lourdes como hospitalario treinta y pico años después de la primera vez. Más maduro, sí, pero igual de ilusionado y motivado que a los 20 años. Y probablemente más necesitado.
Para los que no conozcan lo que supone ir al Santuario de Nuestra Señora de Lourdes con enfermos (de todo tipo: parálisis cerebral, ELA, síndrome de Down, tetraplejia, ceguera, autismo, cáncer, discapacidad intelectual…), la idea básica es que durante cinco días te olvidas de quién eres, de lo que eres, y te dedicas en cuerpo y alma a otras personas que, por la razón que sea, han tenido peor suerte que tú. Personas a las que una grave enfermedad, una dolencia extrema o un mal incurable -y a menudo apenas apaciguable- les hace la vida más dura y complicada y que, durante unos días, se olvidan un poco de su día a día y viven el sueño esperanzador del milagro de Lourdes; o, simplemente, la alegría de estar ahí, en presencia de su segunda Madre, dejándose querer y abrazar. Y esa es tu prioridad como hospitalario, que durante esos cinco días se olviden también de lo que son, de lo que sufren. Tu responsabilidad es cuidarlos, atenderlos, escucharlos, entenderlos, aliviarlos; es reír con ellos, rezar con ellos, cantar y jugar con ellos; es abrazarlos y mimarlos, quererlos; es hacer que se sientan especiales (lo son), protagonistas de una experiencia que va más allá, mucho más allá, de un simple voluntariado. Para ellos y para ti.
La Caravana de la Esperanza
Porque aquí, en Lourdes, se unen lo físico y lo místico, lo lúdico y lo religioso, el entorno natural (bellísimo) y el interior más profundo de cada uno. La fe y la duda. Las dolencias del cuerpo y la discapacidad espiritual; las cojeras del alma. Porque aquí todos vamos cojos de algo, en busca de algún tipo de curación. Eso es también lo que nos une a unos y otros. Y, sobre todo, lo que hace de esta peregrinación algo tan radicalmente diferente. La Caravana de la Esperanza.
Y así son esos cinco días. Una gratificante mezcla de sentimientos, emociones, experiencias, madrugones y risas. De compañerismo y trabajo duro que en ningún momento se percibe duro. Porque vas con otro ánimo, porque la queja se ha quedado en Madrid y la tontería se te borra de un plumazo en cuanto subes al autobús y te sientas, durante doce horas, junto a uno de los enfermos (por ejemplo Andrés, entusiasta, competitivo, madridista acérrimo y síndrome de Down; o JJ, un sesentón educado, afable y amante del cine, paralizado de cintura para abajo desde hace décadas); y escuchas y observas y entiendes y admiras. Y empiezas a pensar que has ido allí a recibir más que a dar. A aprender y absorber más que a demostrar. El ego, como en la mítica grabación colmada de estrellas de We Are The World, se queda fuera.
Y entonces empiezas a contagiarte.
Un poderoso foco de contagio
La primera vez que fui como hospitalario a Lourdes alguien me dijo que el verdadero milagro de este pequeño rincón de peregrinaje oculto entre bosques y montañas era que, en 150 años de existencia del Santuario, tras millones de peregrinos y enfermos de toda consideración, nadie se había contagiado de nada. Ni siquiera compartiendo la misma agua en las piscinas, donde cientos de personas sumergen sus cuerpos, sanos o enfermos, cada día.
Sin embargo, para mí, el verdadero milagro de Lourdes es precisamente lo contrario. El recinto del Santuario es sin duda el más poderoso foco de contagio del planeta, con epicentro en la Gruta de Massabielle. Se contagia el silencio, esa profunda conversación interior que tanta falta nos hace y que tan poco ejercitamos en nuestra vida cotidiana. Se contagia la devoción, la fe sencilla y sincera, la necesidad de rezar y agradecer desde lo más hondo del corazón. Se contagia la empatía, la facilidad que tienen todos los camilleros y enfermeras -veteranos o novatos- de abrazar, de escuchar, de entender, de sentir lo que siente cada enfermo; de estar siempre a su lado, de no escatimar sonrisas ni cercanía ni cariño… ni cachondeo, cuando toca. De no robarles su dignidad ni en los momentos extremos (darles de comer, vestirles, lavarles esto y aquello, tratar de traducir los balbuceos, de entender los aparentes sinsentidos). Se contagia la risa, la alegría, la vitalidad, las asombrosas ganas de vivir y de disfrutar que tienen todos los enfermos a pesar de sus circunstancias; quizá porque para ellos son sólo eso, circunstancias. Y se contagia también su dolor. Inevitablemente. Afortunadamente.
Se contagia la humildad, la certeza inamovible de lo pequeños que somos, de que cada uno es lo que da, y punto; sin cargos, sin nombres, sin currículums, sin falsa caridad, sin una pizca de condescendencia. Se contagia el respeto, al lugar, a la devoción, a las normas, a las creencias, a las personas, a los motivos, a los extraños, a tu equipo; y, por encima de todo, el respeto a los enfermos, a sus discapacidades y capacidades, a sus buenos y malos momentos, a su lucha, a su sagrada dignidad Se contagia la formidable capacidad de entrega de los hospitalarios, de todos y cada uno de los camilleros y enfermeras; y el entusiasmo, que no decae en ningún instante por muy largo que se haga el día; y la complicidad y la generosidad y el “todos a una” de los equipos; y la amistad entre unos y otros que se forja en cada peregrinación, y que además de especial es irrompible.
Se contagia, en fin, la Luz. La luminosa y fascinante combinación de esperanza y fervor, de recogimiento y paz interior ante la imagen de la Virgen de Lourdes. En la gruta, en el santuario, en las capillas, en el hospital, en la impresionante procesión de las antorchas, que cada noche ilumina todo el recinto con miles de pequeñas y vibrantes llamas y miles de corazones llenos de luz, provenientes de todos los rincones del mundo. Una Luz universal, incandescente y resplandeciente, que todo lo llena, que todo lo abraza.
Gracias, gracias, gracias
Dice un proverbio indio que lo que no se da, se pierde. Yo puedo asegurar que aquí, en Lourdes, no se pierde ni un miligramo de generosidad, de entrega, de puro amor al prójimo. Algo de lo que estamos tan necesitados en estos tiempos convulsos, ingratos y narcisistas. El milagro de dar sin medida, de darse en cuerpo y alma, de acoger y de aprender, y de recibir con los brazos y el corazón abiertos de par en par. Es a lo que hemos venido. Es lo que nos llevamos todos, sin excepción. Es la razón por la que muchos repiten año tras año. La razón por la que otros volveremos a comenzar -con convencimiento, con ilusión renovada- donde lo dejamos, tantos años atrás.
Sí. Sucede, a veces, que la vida te regala uno de esos momentos que te arreglan por dentro. Y esos cinco días en el Santuario de Lourdes, intensos y reconfortantes, me han arreglado para todo un año. Gracias a los enfermos, que me han enseñado lo que es vivir una vida infinitamente más complicada y dura sin la queja permanente, con la alegría y la ilusión de un niño, con una fe envidiable y una gratitud tan sincera como sus miradas (algunos de mis maestros de este año: JJ, Abel, Raquel, Palomita -que me llamaba “bigotitos”, y con eso me he quedado-, Andrés, Mari Cruz, los gemelos polacos, Carlos, Morales, Ángel Luis, Dani, Pepa…). De todos he aprendido valiosísimas lecciones de dignidad y de coraje, de amor y generosidad, que han quedado grabadas a fuego en este corazón mío, tan necesitado y hambriento de lecciones importantes.
Y gracias por supuesto al Equipo Rosa. Equipazo donde los haya. Desde la súper jefa, Myriam (¡50 peregrinaciones ha celebrado este año!), todo serenidad, ejemplo y dedicación, hasta el último de los novatos. Ahí quedan otras lecciones impagables de amor, entrega y compromiso, impartidas en un curso intensivo por los mejores maestros que uno pueda imaginar: Sandra, Pilar, Gloria, Eugenio, Lolo, Cheleles, Tristán, Mayi, Luis, Elena, Maquita, Sol, Marta, Miguel, Dani, Carmen, Fernando, Álvaro, Charly, Clara, Mariana… y Rocío, mi mujer, mi compañera, mi cómplice. You all are the best!!!
Poco más que añadir. Salvo dar las gracias otra vez. Y la promesa firme de que esto no queda aquí. Que el año que viene -y el siguiente, y el siguiente- volveremos Rocío y yo a curarnos de la vida en este pequeño rincón de los Pirineos. Volveremos a contagiarnos de todo lo bueno que emana de esa Luz y de ese manantial de agua milagrosa. Volveremos a vivir la experiencia de darnos como si no hubiera un mañana a una causa mucho más grande, mucho más gratificante y mucho más valiosa que nosotros mismos: los demás.
Es para lo que estamos aquí, ¿no?