Vientres de alquiler los llaman y hasta el nombre resulta insultante. Como si una fuese un odre o una res, un recipiente por el que pagar. Claro, que dirán que es «voluntario», que nadie obliga a la señora pobre y apurada a parir para otros. ¿Cuántas de las voluntarias andan sobradas de cuartos? ¿Cuántas hay en los barrios desahogados de Boston?
Que nadie piense que convertirse en madre subrogada sale gratis para la salud. Las que hemos parido sabemos las consecuencias que en el cuerpo tiene el esfuerzo del embarazo.
La incontinencia urinaria, los dolores lumbares, la miopía galopante antes o después. Todo lo hace una por un hijo. ¿Se puede vender todo esto al mejor postor? Y eso sin hablar del daño psicológico de una mujer que siente en su seno la maduración de un crío durante nueve meses y se somete después al esfuerzo de entregarlo a los padres contratantes. Un latigazo en la sensibilidad, un corte más en el alma.
¿Por qué tiene más derecho sobre el bebé quien ha pagado por él o ha proporcionado sus gametos que la que ha puesto su cuerpo y su sangre? Naturalmente, los interesados argumentan que cada uno es libre de hacer lo que quiera. Pero casualmente son sólo libres los que tienen dinero. Los famosos que se encargan un crío a la carta donde y cuando les da la gana. Porque la mujer marginal, la que está sin un duro y con el agua al cuello, no tiene mucha elección. O sí: puede prostituirse, vender órganos, sangre o su vientre. Todo muy libremente. Qué sociedad ésta.
Las residencias de menores llenas de críos de seis, siete, trece años que nadie quiere. Demasiado grandes para el gusto de los progenitores de moda. Y la opinión reclamando que lo que es legal en Estados Unidos o Rumanía debe serlo también aquí. ¿Por qué? ¿Por el bien de la humanidad? ¿Acaso no es humanidad la hembra doliente que se apunta a dos, tres, cuatro partos por encargo y se va dejando los huesos sembrados de osteoporosis para servir de vaca paridora a los señoritos de Occidente con ganas de bebé?
Por las orillas de nuestro mundo rico va encenagándose una multitud de desgraciados que chapotean entre nuestras migajas. Los que viven de nuestros vicios y ponen el cuerpo a servir; los que tragan bolas de droga para cruzar las fronteras y proporcionarnos placeres oníricos, y ahora las desgraciadas que nos prestan sus úteros. En el mundo del bienestar infi nito, los pobres ricos no podemos abdicar de deseo alguno. ¿Quieres un niñito? Lo encargas.
¿Quieres un bebé tuyo y sólo tuyo? Exprimes las médulas de alguna desgraciada. Lo que se llama un mundo justo y compasivo, al que traer niños que compartan y abracen. ¿A alguien le extraña el egoísmo creciente que nos asfi xia y nos llena de tinieblas el corazón? Ojalá no hubiese en ningún rincón una chica abandonada y pobre, sometida a la incertidumbre, tan asustada como para vender el fruto de sus propias entrañas.
Publicado en La Razón