La ética es el estudio de nuestras acciones desde el punto de vista del bien y del mal. Concierne a la acción humana. Pero la ética concierne no a lo que se hace, sino a lo que se debería hacer. No es descriptiva, sino prescriptiva y normativa.
La acción humana es de dos tipos: hay la acción productiva, o poiesis, y hay la acción ética, o praxis. La primera tiene como fin el producto; la segunda, la acción misma. Por este motivo, lo que decide acerca de la bondad de la acción ética, o praxis, no podrá ser ni las consecuencias (consecuencialismo), aunque habrá que tenerlas en consideración, ni la utilidad práctica (utilitarismo), pues este desplazamiento de acento en los resultados transformaría una acción ética en una acción técnica. La virtud es un premio en sí misma; es decir, el motivo para hacer una acción buena es hacer una acción buena.
Por esto, la acción moral tiene un significado intransitivo. Nuestra acción, antes de recaer en un objeto externo, recae en el sujeto agente. Si mi intención es robar dinero, mi primera decisión no es robar el dinero, sino ser un ladrón. En el hombre la acción atañe, ante todo, a su ser, puesto que la persona, al ser libre, puede actuar en conformidad, o no, al propio ser. Puede dañarse en el mismo plano del ser; esta es la "pena" que siempre comporta hacer el mal.
La acción está movida por la voluntad, pero si fuera así sería ciega, un impulso vital. El hombre, en cambio, tiene la capacidad de considerar con la razón las propias acciones como contingentes y, por consiguiente, iluminarlas. La voluntad es incapaz de valorar el bien y el mal, pues es una facultad apetitiva y no cognoscitiva. Esta tarea le corresponde a la inteligencia.
La inteligencia puede establecer lo que es un bien para mí ahora y en esta situación. Pero esto no es suficiente para fundar una ética que pide ser universal y valer para todos. Una ética que fuera sólo individual y empírica no sería una ética, porque no indicaría un tener que ser argumentada a la luz de principios universales. Lo que no vale para todos no vale para nadie, porque sería decir que no concierne al hombre en cuanto tal.
A la razón le corresponde, por consiguiente, la tarea de ver si hay principios éticos universales. Es evidente que si la razón saca de sí misma estos principios (racionalismo), estos resultarán abstractos e infundados. Si en cambio los encuentra en el ser de las cosas y del hombre, entonces resultan fundados en los fines que están expresados por la naturaleza de las cosas. El hombre es algo y es alguien: su ser algo o alguien tiene carácter normativo al expresar una finalidad: se puede actuar respecto a él conforme a esta naturaleza respetando su finalidad (y esto significa hacer el bien) o se puede actuar contra su naturaleza y finalidad (y esto significa hacer el mal). Sin finalismo en las cosas la ética no es posible. Si todo está dominado por el azar o por la necesidad, no hay lugar para la ética. De la sucesión causal de una serie de fenómenos no deriva ninguna ley moral. De situaciones de hecho no surge ningún deber ser.
Hoy ya no se considera que la razón pueda conocer el ser de las cosas, su naturaleza, que se convierte en normativa porque es teleológica; por esto lo que tenemos actualmente es una ética sin fundamento.
El objeto de la ética es el bien, es decir, todo lo que es deseable. Todos los hombres desean el bien y si hacen el mal es porque están equivocados, o porque su voluntad no ha seguido las indicaciones de la razón. El bien es el ser porque es deseable. No se puede conocer el bien sin conocer el ser de las cosas. El deseo sigue a la razón y la razón busca el ser. No se puede amar algo o a alguien si no es en la verdad de su ser. No hay amor sin verdad.
Conociendo el bien, la razón comprende las leyes inscritas en él. Existe una ley moral natural que la razón encuentra en el ser de las cosas y que todas las civilizaciones han acogido y expresado. La ley moral debe ser realizada, sin embargo, en la situación específica. De esto se ocupa la conciencia moral con su virtud de la prudencia o phronesis. La conciencia es un acto de la inteligencia que ve los principios generales de la acción y, también, la situación particular en la que se debe actuar, esforzándose por conseguir el mayor bien posible.
La conciencia no crea la norma moral, como se tiende a decir hoy, pero la conoce y la aplica, no automáticamente, sino ejerciendo toda su creatividad para hacer el máximo bien en esa determinada situación. La conciencia no es ni absoluta y creadora, ni pasiva y aplicativa. Esto en virtud de la prudencia, que no es circunspección e indecisión, sino valentía y decisión. Como el bien se puede hacer de muchas maneras, la conciencia tiene entonces una amplia discrecionalidad. Sin embargo, no tiene discrecionalidad ante ciertas acciones que no pueden hacerse nunca como, por ejemplo, matar a un inocente.
Las normas generales de la moral no se conocen mediante una intuición, como si fueran una lista de ideas claras y precisas. La razón las conoce en el ser de las cosas; sin embargo, a lo largo de la historia y, a menudo, en determinadas situaciones históricas, como por ejemplo una dictadura, nos hace ver mejor el bien de la libertad; un periodo de guerra nos hace ver mejor el bien de la paz. Esto no quiere decir que la ética sea historicista, es decir, que cambie con relación a los cambios históricos. Significa que nuestra razón, instada por la historia, puede profundizar el contenido de las normas morales -pero también, por desgracia, puede perderlo de vista-, sin que ello impida tener leyes morales verdaderas y auténticamente universales. La igualdad entre el hombre y la mujer ha sido aceptada con dificultad, y a menudo se pierde de vista, pero esto no significa que no sea un bien absolutamente universal. Hablar de "evolución" de la ética es arriesgado si no se tienen presentes estos aspectos.
La ética da origen a leyes porque, como hemos dicho antes, es normativa y no descriptiva. Los comportamientos morales pueden cambiar, pero no las leyes morales que se fundan sobre la naturaleza de las cosas y del hombre. La palabra ley indica un ordenamiento de la razón. Tanto la ley moral como la ley jurídica son precisamente esto. Pero es evidente que la ley moral viene antes que la ley jurídica; en caso contrario, deberíamos sostener que el Estado, o el legislador, funda una moral, o emite leyes desprovistas de justificación que no sean el puro poder. Así son las leyes positivas (positivismo jurídico).
Hoy vivimos en un época de ética sin fundamento. La crisis de la razón produce éticas voluntaristas, o éticas fundadas sobre lo absoluto de la conciencia y, por consiguiente, sobre el sentimiento; o éticas historicistas con la conciencia como producto social; o éticas fundadas sobre el consenso que, sin embargo, no son otra cosa que llevar el criterio absolutista de la conciencia individual a nivel colectivo; o éticas de la autenticidad respecto a uno mismo, muy de moda hoy en día dado que es suficiente que uno hable y actúe "creyendo en ello" o, como se dice también, "dando la cara", para que lo que se dice y se hace sea considerado un bien; o la ética de la autodeterminación, que actualmente prevalece sobre todo en el campo de la bioética.
Como es fácil entender, todos estos casos atañen a éticas sin fundamento en las que todo, y su contrario, es posible. Son también soluciones contradictorias, como testimonia el caso de la autodeterminación. Quien sostiene el principio de la autodeterminación enuncia un principio que no puede depender de la autodeterminación, porque en este caso, en base a la autodeterminación, se podría negar la autodeterminación. También la autodeterminación necesita un fundamento que no puede darse ella misma.
La ética sin fundamento es tendencialmente totalitaria. Hoy se tiende, cada vez más, a prohibir la objeción de conciencia. La autodeterminación requiere, de hecho, que se toleren todas las autodeterminaciones -desde la mujer que aborta al enfermo terminal que pide el suicidio asistido-, menos una: la que niega la autodeterminación. Si la autodeterminación absoluta es un derecho absoluto, el Estado la debe defender y promover, impidiendo la objeción de conciencia, es decir, impidiendo la autodeterminación que niega el principio de autodeterminación. Quienquiera que defienda que hay algo que precede a la conciencia y la limita está obligado a aceptar el principio según el cual la conciencia no tiene límites. De este modo, el Estado y la ley imponen a la conciencia aceptar que nada debe ser impuesto a la conciencia. Obsérvese lo que no es sólo una rareza aparente: se impone no tolerar imposiciones. Aquí está toda la contradicción: se dice que no se debe imponer nada a la conciencia, pero después se impone este principio de modo absoluto y dogmático. No puede ser otro sino éste el resultado final de la moral sin fundamento.
Publicado en el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuân sobre la Doctrina Social de la Iglesia.