Se discute sobre los sacerdotes casados desde hace quinientos años. El sacerdocio y el matrimonio están siendo atacados desde que el mayor revolucionario del segundo milenio, Martín Lutero, decretase que ni el uno ni el otro son sacramentos; desde que la intervención de la gracia queda excluida tanto del estado matrimonial como del sacerdotal. A decir verdad, sobre el sacerdocio Lutero no se limita a querer que haya sacerdotes casados: en nombre de la igualdad de los fieles ante Dios, impone la abolición del sacerdocio. Nada de jerarquía, nada de magisterio.
En nuestros días no se habla de la abolición del sacerdocio, se pretende solo hacerlo compatible con las exigencias de la vida moderna: se limitan a pedir que también los sacerdotes puedan casarse. ¿Qué tiene que decir Lutero al respecto? Nada sobre los sacerdotes, pero mucho sobre los religiosos. En un primer momento, él, monje agustino, prohibió la posibilidad de que a alguien se le ocurriese hacer votos (castidad, pobreza, obediencia). Luego lo piensa mejor y habla de su licitud, pero solo temporal: ¿cómo es posible comprometerse para siempre, cuestionando de forma tan clara la propia libertad?
Lutero, y el mundo moderno con él, hunden al hombre en el relativismo al negar que, creado a imagen y semejanza de Dios, sea capaz de tomar decisiones absolutas. Decisiones que valgan para siempre. Decisiones que, con la ayuda del sacramento, esto es, de la gracia, hagan posible una vida santa: “Sed santos, porque santo soy yo, Yahveh, Dios vuestro” (Lev 19, 2). Golpeada por la onda expansiva de la revolución luterana, toda la sociedad europea se tambalea. En particular, como es obvio, son las regiones alemanas las más desorientadas. Es precisamente en Alemania donde se abre camino la propuesta de abolir el celibato sacerdotal. ¿Por qué? Porque hay pocos sacerdotes y muchos de ellos son concubinarios. Así las cosas, los emperadores Fernando I y su hijo Maximiliano II proponen un solución de sentido común, convalidar la situación de los sacerdotes concubinarios y poner fin al celibato eclesiástico: “Que se dispense a los sacerdotes que tengan mujer y se autorice que en las regiones con escasez de sacerdotes sean admitidos a las órdenes laicos casados”. Así lo cuenta Ludwig Pastor en su Historia de los Papas.
A pesar de la extrema dificultad del momento y de la necesidad de salvar las buenas relaciones con el Imperio, la posición de Roma es clara: el Papa debe ocuparse del mundo entero “y no solo de Alemania, y no puede, para salvar un solo país, infligir un grave daño a todo el cuerpo de la Iglesia”. Por no mencionar que, una vez que “se concediese a Alemania”, la novedad se extendería inmediatamente a las demás naciones católicas. Por último, permitir el matrimonio a los sacerdotes es una decisión radicalmente errónea porque “es un medio equivocado pretender que la religión crezca mediante cesiones a la sensualidad”. Hay muchas analogías entre la situación de ayer y la de hoy. Empezando por el papel dirigente de Alemania, nación imperial, que se hace paladín de la reforma recurriendo a las mismas evidencias concretas: faltan sacerdotes. La única diferencia significativa es que hoy quien dirige el baile de las reformas son los obispos, no los emperadores.
A lo largo del tiempo, quienes han puesto la abolición del celibato en el punto de mira no han sido solo los emperadores (¿católicos?) del siglo XVI. También los jacobinos y los comunistas, al comienzo de sus respectivas revoluciones, auspiciaron la posibilidad de que los sacerdotes se casasen. Divide et impera: la guerra contra el cristianismo se hace por etapas. Por no mencionar la obviedad de que un sacerdote obligado a mantener a su esposa e hijos es mucho más chantajeable, y por tanto condicionable, que uno célibe que no tiene responsabilidades familiares.
En síntesis: a favor de los sacerdotes casados están, por un lado, los cristianos que negocian con la santidad de la vocación cristiana, y por otro, los más feroces enemigos de la religión cristiana.
Publicado en Il Foglio.
Angela Pellicciari es autora de La verdad sobre Lutero y Una historia de la Iglesia.
Traducción de Carmelo López-Arias.