Desde hace ya varias décadas, en Occidente, debido al desdén por las creencias y virtudes que hicieron grande y fuerte a nuestra civilización cristiana, se ha ido mermando la armonía y cohesión social que, a pesar de las diferencias naturales, otorga el compartir principios fundamentales.
La pérdida de consenso, aun en temas esenciales, ha provocado un clima de constante tensión y discordia, incluso al interior de muchas familias. Pues la astuta manipulación orquestada por la gran mayoría de los líderes, los medios de comunicación, las instituciones educativas y las organizaciones internacionales ha logrado introducir astutamente varias ideologías y con ello la promoción de diversas conductas (como el aborto y las uniones homosexuales) que hasta hace algún tiempo eran rechazadas, prácticamente de manera unánime, por una sociedad que aun reconocía la ley natural. Así, de compartir los principios morales elementales hemos pasado a negar la realidad más evidente, como que un hombre no puede ser una mujer, por muchos tacones que calce.
La ingenua visión de que la humanidad avanza y progresa dirigiéndose hacia el mejor de los mundos contrasta fuertemente con la realidad. Nuestra adormecida sociedad, que cada vez tiene menos que conservar, tanto en el plano material como en el espiritual, se contenta con disfrutar como compensación ilimitadas -y hasta hace algunos años innombrables- libertades sexuales que, envueltas en derechos, han dejado al hombre a merced de sus peores vicios y más bajas pasiones.
Así, el rechazo a la autoridad y el desprecio a la tradición puso a los hijos contra los padres abriendo anchas “brechas” generacionales. El feminismo sustituyó la antigua cooperación entre los sexos por una feroz competencia por el poder, tanto fuera como dentro del hogar. La revolución sexual, con su aversión por el matrimonio y la procreación, redujo la intimidad sexual a una placentera actividad cuya única regla es el consentimiento de las partes, con todos los peligros que esto acarrea. Mientras que la mentalidad anticonceptiva propagó entre las parejas la más atroz esterilidad, la que se elige por egoísmo.
Además, con el divorcio, el lazo firme y sagrado del matrimonio indisoluble se transformó en un contrato que se puede romper por cualquier razón o sin razón alguna. Todo lo cual ha traído como consecuencia una amplísima gama de modernas “familias” en las cuales ya no solo se ignora la ley moral sino hasta la natural. Adicionalmente, los putrefactos frutos de la inversión de la moral también se observan ya en las varias ciudades en Occidente que sufren un aumento exponencial de disturbios, crímenes y violencia.
No obstante, entre tanta división, hay algo que todavía une a la mayoría: la creciente convicción de que la situación general ha empeorado en los últimos años. Nuestra decadencia es terrible, mas esto mismo la hace evidente. Ya que es tal la descomposición de nuestra sociedad que el hedor empieza a molestar aun a varios conocidos liberales que reconocen, públicamente, que en nombre de la inclusión, la diversidad y los llamados nuevos derechos se está pavimentando el camino hacia una terrible tiranía que busca controlar hasta los más mínimos pensamientos.
El hombre, seducido por el padre de la mentira, ha decidido expulsar a Dios de sus instituciones y aún de varios de sus templos, en los cuales, a través de ambigüedades o verdades a medias (que son las peores y más peligrosas mentiras), se promueve una doctrina aguada que, renunciando a transformar al mundo, ha acabado por deformarse con él. Así, en nombre de la autonomía y la dignidad humana, se han roto los lazos que unían a la ley positiva con la ley divina y natural, derribando de esta manera, una a una, las columnas que sostenían y protegían a la sociedad.
El Evangelio de San Mateo (12, 25) nos advierte de que “todo reino en sí dividido será desolado, y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá” (Mt 12, 25). Nuestra civilización caerá irremediablemente si no comenzamos a reconstruir los cimientos morales que la hicieron no sólo fuerte, sino también grande y bella. La paz y la justicia que tanto anhelamos no puede conseguirse a través de tratados, leyes y convenios que desafían a Dios. Ya que solo tenemos dos opciones: seguir a Dios, a cuyo servicio el hombre encuentra la verdadera libertad, o rechazar su ley labrando, como estamos viendo, nuestra propia destrucción.
Hemos negado el Logos y aceptado el absurdo; hemos desdeñado a Cristo y sembrado el caos; hemos rechazado la libertad de la moral objetiva y ahora estamos sujetos a leyes no solo inmorales sino irracionales, opresivas y despóticas. Dostoievski afirmó que sin Dios todo es lícito. Y, después de varias décadas viviendo de espaldas a Él, estamos constatando que sin Dios nada es razonable, ni bueno, ni verdadero.
En esta época en la cual, parafraseando a León XIII, vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; y vemos a las jóvenes generaciones con costumbres y puntos de vista depravados y a la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco, abiertamente y con gran astucia... necesitamos implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso con la plena confianza de que nuestras humildes y constantes plegarias serán escuchadas. Pues es precisamente en estos momentos en los cuales nuestro mundo parece girar vertiginosamente, al ritmo de una danza macabra, que necesitamos aferrarnos a la firmeza de la cruz de Cristo. cuyas enseñanzas ciertas y perennes son las únicas que pueden salvarnos de sucumbir ante la oscuridad que, aunque profunda, no puede hacernos olvidar que, como cristianos, estamos llamados a ser la luz del mundo.