El Papa predica con el ejemplo, y su viaje a Suecia para hacer memoria de los acontecimientos ligados a la Reforma junto a los fieles de las comunidades luteranas es una buena ilustración. El centro romano (fundamento de unidad para la Iglesia, pero piedra de tropiezo histórico para ortodoxos y reformados) se ha movido a la periferia, entendida en múltiples sentidos. Periferia gélida, ya que Suecia ha sido durante siglos uno de los países más duros para la vida de los católicos; periferia en cuanto realidad (las comunidades de la Reforma) que comparte elementos sustanciales del Credo apostólico, pero que vive un desgarro patente respecto a la Católica; y periferia también porque se trata de un lugar fuertemente secularizado, en el que conviven el escepticismo y la búsqueda del sentido de la vida.
Francisco no ha viajado para celebrar ni festejar los hechos dramáticos que siguieron a la célebre protesta de Martín Lutero expresada en sus tesis de Wittenberg. Por el contrario, en continuidad con los gestos y palabras de San Juan Pablo II en Copenhague y de Benedicto XVI en Erfurt, Francisco ha querido proseguir, con un gesto ciertamente audaz, el arduo camino hacia la unidad querida ardientemente por el Señor. Aunque hablando de audacia, no viene mal recordar estos días jalones como la Declaración conjunta sobre la Doctrina de la Justificación (fuertemente auspiciada por el prefecto Joseph Ratzinger) o el vertiginoso discurso en el convento de los agustinos de Erfurt a cargo de Benedicto XVI.
Para sostener ese camino es preciso purificar la memoria de aquellos acontecimientos, por los que unos y otros, luteranos y católicos, hemos de pedir perdón, y así lo reconoce la Declaración firmada conjuntamente en Lund. También es necesaria una escucha recíproca y paciente, y un diálogo teológico en profundidad que ya ha ofrecido buenos frutos en los últimos 50 años, y que permite deshacer malentendidos históricos y hablar de un camino que conduce del conflicto a la comunión. Lo cual no significa que los obstáculos hayan desaparecidos o sean de menor cuantía. La propia Declaración de Lund se refiere a la imposibilidad actual de participar en la misma mesa de la Eucaristía como una herida que permanece abierta. Una herida que no se puede sanar con “arreglos” o concesiones, sino a través de un camino de conversión que necesariamente ha de afectar a la mente y al corazón.
Hoy más que nunca se hace dramáticamente urgente el testimonio concorde de la fe que nos une en Cristo salvador, ante un mundo desorientado y sediento de respuestas. Hay un ecumenismo de la sangre, que han realizado los mártires cristianos de todas las confesiones y que fue bellamente subrayado por San Juan Pablo II durante el Jubileo del año 2000; existe también un ecumenismo de la caridad al que Francisco llama insistentemente, y que encuentra intenso eco en la Declaración firmada en Lund, cuando se insta a las comunidades católicas y luteranas a comprometerse en la acogida y el socorro de quienes son forzados a huir a causa de la guerra y de la persecución.
Pero sobre todo hace falta un ecumenismo de la conversión. Benedicto XVI dijo en Erfurt que “la fe vivida en un mundo secularizado será la fuerza ecuménica más poderosa que nos guiará a la unidad en el único Señor”. Ese es también el corazón de la homilía de Francisco en la catedral luterana de Lund: “Él es quien nos sostiene y nos anima a buscar los modos para que la unidad sea una realidad cada vez más evidente… Pidamos al Señor que su Palabra nos mantenga unidos, porque ella es fuente de alimento y vida”. La disponibilidad sincera a esta conversión (límpidamente manifestada en los últimos papas) es el hilo de oro que recorre estos últimos cincuenta años de ecumenismo. Sin eso no entendemos nada.