El año pasado murieron en España algo más de 490.000 personas. Los nacimientos, sin embargo, no llegaron a los 340.000. Un decalaje de 150.000 muertes más que de nacimientos, lo que nos va alejando cada vez más no ya del crecimiento sino del relevo generacional, que por el momento solo puede suplirse por la llegada de inmigrantes.
El año 2015 fue el primero desde 1941 -etapa de miseria en la dura posguerra- en que el número de nacimientos quedó por debajo del de decesos. No se trató en aquel año ni en los posteriores de un hecho puntual, derivado quizás de la pandemia o de otras circunstancias, sino que se comprueba que el desequilibrio en la balanza a favor de la muerte va siendo cada vez mayor. La tendencia es evidente y parece imparable, dado, en primer lugar, el envejecimiento de la población.
El aumento de la esperanza de vida ha ocultado durante unos cuantos años el invierno demográfico permitiendo que se notara muy poco, pero la edad no perdona e inevitablemente la vida llega a su final y se incrementa el número de personas fallecidas. En el otro extremo no solo no crece el número de nacimientos, sino que desciende año tras año. En 2020 fueron el 5% menos que en el anterior y la curva descendente persiste sin inflexión un total de 45 años consecutivos, desde 1975. En la década de los años 70 del siglo XX la media anual de nacimientos en España era de 665.000 y ahora es la mitad. Teniendo en cuenta, además, que en aquel momento la población española no llegaba a los 37 millones de habitantes, y ahora somos 10 millones más.
Un dato conocido pero a no olvidar es que la tasa de fecundidad se sitúa en 1,2 hijos por mujer, y aun se alcanza este nivel porque las familias inmigrantes tienen más niños que las autóctonas. Queda a una distancia abismal de aquellos 2,1 hijos por mujer necesarios para el simple relevo generacional.
Ante una situación de tal gravedad, letal a largo plazo para un país, una primera reflexión deriva de comprobar la absoluta ausencia del tema demográfico en el debate público. Es una ausencia clamorosa, que muestra la frivolidad tanto de quienes gobiernan como de sus opositores. En la gobernación del Estado, al igual que en las diversas comunidades autónomas, vivimos continuos y agrios rifirrafes de la clase política por temas banales, en muchos casos por si zutano o mengano ha hecho tal afirmación o tal otra en un tuit, a la vez que algunos grandes asuntos, como el demográfico, han quedado en el olvido.
Sigue el recordar cómo se favorece y se financia el aborto. Se estimula a las mujeres embarazadas a abortar en lugar de tratar de ayudarlas a salir adelante si tienen dificultades. Cada año, alrededor de 100.000 abortos censados. El año pasado fueron 90.000. Sumado a la barbaridad, más aún, la perversidad, de haber declarado el aborto como un derecho.
Nuevo paso en la reflexión es comprobar la poco menos que nula ayuda material y económica a la natalidad. El único avance importante de los últimos años ha sido el incremento sustancial del tiempo de suspensión laboral del padre tras el nacimiento. En realidad ya ni se habla siquiera de padre sino “del otro progenitor”. Pero hay que dejar claro que tal positiva mejora de este período de carencia laboral no se ha dictado con el fin de priorizar el bien de las familias y la atención al bebé, sino por motivos de “política de igualdad” hombre-mujer (perdón, progenitor 1- progenitor 2), para que de esta forma no quede en inferioridad laboral el “progenitor” que ha dado a luz, y lograr mayor implicación del otro en las tareas domésticas.
Fuera de aspectos económicos, el discurso público va plenamente orientado a promover una sociedad hedonista, lo que implica preferir el éxito profesional, los viajes, disfrutar… más que a tener hijos. Incluso un rechazo al menos implícito a la vida, y a menudo también explícito. Está comprobado y estudiado que, tanto a nivel familiar como global, la falta de hijos no deriva de problemas económicos, aunque casi siempre se argumente así, sino que es cultural.
Aconsejo la lectura del libro Sobre por qué la gente no tiene hijos (Ideas y Libros). Cambiar tal mentalidad no depende solo de las instituciones públicas, aunque mucho pueden hacer, sino también de otros. Los medios de comunicación tienen un peso determinante, pero precisamente casi todos ellos, desde las páginas de los periódicos digitales o en soporte papel hasta el cine o las series televisivas, estiran precisamente en la peor dirección.