Hemos sufrido y seguimos todavía sufriendo los efectos terribles de esta pandemia del coronavirus. Todavía no superada, ya se habla de la situación inmediata derivada de la misma. Una situación de recesión económica, paro y sectores de pobreza.
Pero esta nueva etapa, que podrá ser más o menos larga, más o menos dura, pasará. Y, si los políticos de las diversas naciones y entidades supranacionales se ponen en un mínimo de acuerdo, pienso que no ha de ser demasiado larga. Si bien, por corta que sea, hay que pensar en los sufrimientos que pueda acarrear y buscar soluciones que los remedien o minimicen todo lo posible.
Un hecho no muy lejano
Tenemos un ejemplo todavía no muy lejano, con algunas personas que fueron activas y muchas pasivas: la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Alemania, Europa en general y Japón fueron especialmente las que sufrieron las consecuencias más extremas, pero sólo ellos.
Ahora bien, los muertos, un número que horroriza, se fueron olvidando y sólo quedó el recuerdo en los múltiples monumentos y cementerios. El hambre y la miseria siguieron y fueron realmente asoladoras. Un dato: en Alemania llegó a haber 600.000 niños en establecimientos públicos y 500.000 atendidos con fondos del Estado. Algo parecido ocurrió en Japón.
Pero esta situación no fue extraordinariamente larga. En Alemania el PIB de mediados de 1956 superaba al de 1940; y en Japón, que en 1945 había retrocedido a niveles del siglo XIX, en 1960 el PIB crecía más deprisa que el de Europa, Rusia y Estados Unidos. En Occidente el mundo no cambió de época y su situación volvió a ser la anterior a la guerra, pero con un mayor nivel económico y unos planteamientos de vida semejantes.
Si nuestros políticos dejan a un lado el egoísmo y no se dejan arrastrar por pueriles veleidades, si tienen presente el bien común que supera fronteras, el problema económico puede ser no de muchos años. De otro modo, serán responsables de una pobreza prolongada en el tiempo y amplia en personas. Por el bien de todos, esperemos que sean razonables. Las consecuencias de esta pandemia pueden ser muy negativas, pero las posibilidades de superación son mayores que en la posguerra de 1939-1945.
La sociedad de “el bienestar”
Pasada la posguerra, la situación que ha vivido Occidente durante el siglo XX, fruto del liberalismo capitalista, hay que reconocer que ha sido espléndida en resultados económicos. Es la parte positiva. Pues, los resultados en el orden social y, sobre todo moral, no han sido tan positivos. Es más, nuestras sociedades se han degradado y, cerradas en su bien vivir, han olvidado dar solución a los países en desarrollo o subdesarrollados.
Sin tener en cuenta el bien común y demás exigencias, esta sociedad está montada sobre el lucro, en una relación producción-consumo. Para que haya producción es necesario el consumo; y para que aumente el consumo es necesario estimularlo y darle capacidad de consumir. A tal fin, habida cuenta de los modernos medios de comunicación, el posible consumidor recibirá en cada instante mensajes en extremo sofisticados y eficaces. De este modo, la relación consumo-producción, con una publicidad invasiva, nos convierte a todos en sujetos pacientes de un consumismo degradante.
Digo degradante, porque con este modo de proceder no consumimos lo que necesitamos, sino más de lo que necesitamos y mucho de lo que no necesitamos. Estimulados por la publicidad, en una carrera impulsiva, compramos y consumimos, compramos y llenamos la casa de cosas inútiles. El hombre, modernamente, se ha definido de muchas maneras; creo que hoy se podría definir como “animal de consumo”, pues mientras los restantes animales consumen lo que necesitan o acumulan para cuando lo necesitan, el hombre consume más de lo que necesita y acumula hasta lo inútil y gravoso.
Si unimos todo esto al pensamiento de la modernidad -el hombre como ser autónomo, autosuficiente, dueño de su libertad y embriagado de su ciencia y de su técnica, endiosado-, nos situaremos en esta sociedad sin principios fundamentales y mirada horizontal. Una sociedad que, a fuerza de querer ser libre, ha terminado esclava: esclava de sus pasiones más primarias, de su egoísmo, de su ridícula soberbia, aunque tantas veces humillada: “El pueblo puede llegar a creer que quiere la libertad y estar trabajando en su servidumbre” (Bernard-Henri Lévy). Una sociedad que, a fuerza de prescindir de Dios, ha terminado adorando a deportistas y músicos de temporada; que rehuye humillarse ante Dios y sigue enloquecida a unos hombres que rasguean más o menos bien una guitarra; que rechaza a Dios porque no se puede probar científicamente y reducir a una fórmula matemática; ¿cuál es la fórmula matemática del amor? Una sociedad engreída de la técnica hasta el sueño del hombre artificial. Cuanto más técnica, si no se usa debidamente, menos relación humana y cuanto menos relación humana, un mundo menos humano. No todo lo que se puede hacer es bueno que se haga. La técnica en sí buena es ambivalente y es preciso discernir y elegir.
Vivimos, pues, en un mundo sin principios ni meta trascendente, en el que no se sabe de dónde venimos, a dónde vamos y para que vivimos, Y en un mundo en el que no se resuelven esos interrogantes humanos inexcusables, la situación del hombre es un poco la que presenta Jean-Paul Sartre: "Es absurdo que hayamos nacido; es absurdo que muramos".
¿Es humana una sociedad que, en razón del trabajo, las personas más débiles y necesitadas como son los niños y los ancianos, hambrientos sobre todo de cariño, se envían al cuidado de manos ajenas? “Quien piense mínimamente en el siglo XX no podrá dejar de preocuparse” (J.Á. Sáinz, profesor universitario).
Toma de conciencia
Terminado casi en su totalidad este escrito, he leído varias entrevistas a personas de diversas nacionalidades sobre lo que ha provocado en ellos esta situación del coronavirus. La mayor parte sostiene que no se puede volver al pasado, que no se debe. A muchos les ha llevado a pensar en la precariedad del ser humano, en el sentido de la vida, a repensar quiénes somos, a constatar que “el paraguas de la ciencia no nos resulta efectivo en los momentos de mayor aprieto”. Han caído en la cuenta de que el mundo no iba por un camino racional, digno de este ser precario, pero a la vez grandioso, el hombre. Lo hemos bajado de escala en lo más esencial; por más que invente y haya creado sociedades supertécnicas y llegado a una “sociedad de bienestar”, ¡materialmente solamente, claro está!, olvidando que el bien del hombre no es reducible a lo material, porque es más que materia, aunque bien organizada.
Cambio razonable, pero sincero
Es necesaria una nueva situación en los dos aspectos: el económico y el ético.
En lo económico quiero una sociedad libre, pero no hasta el límite de convertir al individuo en un animal de consumo, sin otro móvil que el afán desmesurado de poseer y la pasión de gozar. Quiero unos consumidores libres, pero regidos por la razón y no por los instintos excitados por la propaganda. Quiero unos empresarios que gocen del beneficio debido a su trabajo y al riesgo de su inversión, pero no con el simple objetivo del máximo lucro. Quiero un estado lo menos intervencionista posible (principio de subsidiariedad), pero con leyes que encaucen a empresarios y consumidores hacia el bien común. La libertad sin racionalidad, guiada por el instinto en unos o por el egoísmo en otros, no es una libertad auténtica; necesita tener presente el verdadero bien de cada hombre y el bien común. Quiero un mundo desarrollado que, sin tardanza, ya, piense en integrar a los países menos desarrollados, pero con el reconocimiento efectivo de personas iguales.
Pienso que es el momento para un cambio no mimético o de retoques, sino en profundidad, si bien, todo lo que se escucha parece indicar el objetivo de “volver” cuanto antes a la situación anterior. En ese caso, seguiremos en un consumismo irracional, y a la vez grupos de miseria, por una parte, y, por otra, produciendo con el único fin del máximo lucro. Esto no tiene sentido. “Si seguimos igual que antes no cambiará nada. Si matábamos por petróleo y mañana mataremos por el litio, da igual” (Oscar di Montigny, banquero).
Soy consciente que en un mundo interrelacionado en su totalidad (globalizado, dicen hoy), especialmente en lo económico, no puede ser cosa de un estado ni de dos, ni de unos días, sino de todos y en tiempo razonable. Pero pienso que ha llegado la hora de cambiar de perspectiva y de ampliar la visión hacia ese mundo que llamamos subdesarrollado, sobre el que tenemos mucha deuda de justicia. Y, por favor, que a cambio de un puñado de dólares, euros o lo que sea, no caigamos en un nuevo colonialismo ideológico que les arranca valores que nosotros hemos perdido: la familia, la maternidad, el amor a los niños y a la ancianidad, memoria de sus raíces e historia de su pueblo.
Estamos obligados a actuar
En el orden económico se van creando comisiones a diverso plano, positivas, pero sin el objetivo de revisión ni proyección más amplia.
¿Pero qué se hace en orden al cambio de dirección moral, de reforma de criterios, de buscar la verdadera razón para vivir y para morir, de visión trascendente?
Hace falta que pensadores de visión clara, sin otro compromiso fuera de la verdad y el deseo de bien, unidos mejor que solos, levanten su voz, iluminen e indiquen las sendas de recuperación a esta sociedad, que camina sin meta fija y a oscuras. Corre y corre, descubre y descubre, crea y crea, pero no sabe a donde va, ni la razón última de su quehacer. El “estado de bienestar” no puede ser fin supremo del hombre. Es demasiado precario y muy corto.
En esto la Iglesia tiene que decir su palabra, no impositora, sino iluminadora, con claridad y sin mirar a otro lado que al bien del hombre. El callar puede ser virtud, prudencia, pero también consentimiento, silencio responsable. Pienso que es tiempo de profetas. Y, según Romano Guardini, “ser profeta significa decir a su tiempo contra su tiempo lo que Dios manda decir”.
“Claramente, la pandemia es un problema sanitario, pero ha desvelado un mal incubado por un modo de vivir, por nuestra manera de comportarnos, de sentirnos dueños, intocables, infalibles, con la pretensión absurda de poder hacer 'todo lo que quiera'. En definitiva hemos sacado al hombre del centro de nuestros intereses, pensando que no era necesario” Giuseppe Lupo (profesor universitario).