En una época en la que los hombres están abocados a dejar de serlo y también las mujeres, y donde cada cual puede desde la infancia bailar a su gusto la danza del cambio que anula identidades y personas, los nombres carecen de importancia. Cambian siguiendo las volteretas de los deseos.
Por el contrario, en el mundo de la realidad de los hechos, los nombres indican la esencia de las cosas: que existen, tienen vida, ejercen su poder y tienen influencia sobre nosotros. Por eso es importante conocerlos. Antes de comenzar su misión como profeta y liberador de la esclavitud en Egipto, Moisés, vacilante (y con razón), insiste en preguntarle a Dios su nombre: ¿cómo te llamas? Dios revela su nombre a Moisés. Un nombre impronunciable para los judíos, porque a ese nombre está vinculada el terrible poder del Altísimo. También al arcángel Rafael, enviado por Dios a salvar a Tobías de su ceguera, este santo hombre temeroso de Dios –y por eso muy perseguido– le pregunta con insistencia su nombre. En el Apocalipsis, el Rey de Reyes triunfante “lleva escrito un nombre que ninguno conoce fuera de él” (Ap 19, 12).
Es la importancia y la belleza del nombre. Jerusalén: ciudad de la paz. Ciudad del gran soberano. Deseo del corazón. Lugar del sacrificio de Isaac, del reino de David, de la erección del Templo donde habita el Santo de los Santos. Jerusalén es el corazón latiente del judaísmo de todos los tiempos. Pero también del cristianismo de todos los tiempos. Jerusalén es la ciudad donde Jesucristo, el Mesías tan esperado, cumple las promesas de Dios al pueblo elegido: Jesús muere, resucita, asciende a los cielos en Jerusalén. Pentecostés tiene lugar en Jerusalén. En el Apocalipsis, Juan tiene una visión y ve que “el Cordero estaba de pie sobre el monte Sión y lo rodeaban ciento cuarenta y cuatro mil personas que llevaban escrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre” (Ap 14, 1).
A partir de 637, Jerusalén pasa a dominio árabe y sobre la explanada del Templo los musulmanes construyen dos mezquitas para recordar el tercer lugar santo del islam, a donde Mahoma voló sobre [el caballo] Burak para luego subir al cielo. Poco después de la conquista, en 637, el califa Omar ofrece protección a los cristianos (que pagarán con un impuesto, como entre nosotros suele hacer la mafia) a condición de que respeten rigurosamente las reglas del pacto que él mismo establece. El pacto, que condena a los cristianos a una lenta desaparición, comienza así: “No construiremos [nosotros, los cristianos] en vuestras ciudades o fuera de ellas nuevos monasterios, iglesias o ermitas; no repararemos los edificios religiosos en ruinas ni restauraremos los que se encuentran en los barrios musulmanes de las ciudades”. El califa acaba de poner su pie en Palestina y ya todas las ciudades son suyas. Porque donde llega el verdadero Dios, Alá, nada es como antes ni nada podrá ser como antes, so pena de la deshonra de Alá si no consiguiese conservar en su poder los territorios ya conquistados.
En estos días, la Unesco ha establecido que el área del Templo con lo que queda de él, esto es, el Muro de las Lamentaciones, deje de llamarse con su nombre hebreo y se haga con el musulmán: al Burak. Nuestro gobierno [italiano] tras imponer el matrimonio homosexual sin debate, se abstuvo, aprobando de hecho las exigencias de las potencias islámicas, muy bien representadas en la Unesco, a la que financian generosamente.
Los nombres importan, y hay que usar los que sean adecuados. ¿Qué de bueno deben esperar los judíos (y los cristianos) del cambio de nombre de la zona del Templo?
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.