La sociedad española atraviesa un momento difícil. Los presuntos casos de corrupción ocupan la atención diaria de los medios de comunicación social. Las gentes se ven desconcertadas ante lo que está sucediendo. Nos hallamos ante una sociedad moralmente enferma. A decir verdad no tan enferma que no haya en ella aspectos positivos, ni tan invadida y debilitada que ya no tenga o quepa capacidad de reacción ni de cura. Pero cuando se da una enfermedad hay que diagnosticarla, detectar sus males, señalar su etiología y aplicar remedios curativos. Sin silenciar lo que pueda haber en los presuntos casos de corrupción, creo que es necesario que no enmascaremos las cosas y digamos claramente que esos fenómenos son síntomas de una crisis moral más amplia. A esta crisis apuntaba el todavía actualísmo documento de 20 de noviembre de 1990, «La verdad os hará libres», de la Conferencia Episcopal Española, cuya lectura recomiendo vivamente en estos momentos; en él tenemos también respuestas, y buenas respuestas.

Aquel texto, rechazado en su momento por amplios sectores como exagerado o injusto con la sociedad, fue confirmado por la realidad, y sigue siendo confirmado hoy por los hechos que se vienen sucediendo. Algunos lo leyeron en clave política, y no se dieron cuenta de que no era ésa la clave. El problema, entonces como ahora, era y es el eclipse y la quiebra de moralidad que padece nuestra sociedad, en la que aparecen síntomas tales como: la pérdida de vigencia social de criterios morales fundamentales, valederos en sí y por sí mismos; la abundante implantación de la «moral de situación y de la doble moral»; una generalización del «principio libertad», entendida ésta como algo omnímodo, y, a su lado, el de la tolerancia, la permisividad y el relativismo moral como criterios inspiradores de vida; el asentamiento social, de hecho, del principio tan extendido de que «el fin justifica los medios»; la estimación de que la moral, con sus juicios y valoraciones, es más bien un asunto privado, con la consiguiente desvinculación entre función social y convicción personal, ética pública y moral privada, en no pocos protagonistas de la vida pública; los constantes acosos o descalificaciones de la llamada moral «tradicional»; o, finalmente y sobre todo, –por qué no decirlo?– la implantación de un laicismo imperante y el intento de silenciamiento de Dios como forma de convivencia social.

Este conjunto de creencias y convicciones, tan extendidas en la cultura dominante, y, al tiempo, tan encarnadas en tantos comportamientos y hechos concretos hoy, (a título de ejemplo solo: el tema del aborto o el de la desfiguración de la verdad de la sexualidad o del matrimonio, la degradación de la droga y el inmenso negocio del narcotráfico) «reflejan, a la vez que causan, el eclipse, la deformación o el embotamiento de la conciencia moral. Este embotamiento se traduce en una amoralidad práctica, socialmente reconocida y aceptada, ante la que los hombres y mujeres de hoy, sobre todo los jóvenes, se encuentran inermes» («La verdad os hará libres», 6) , y como resignados ante lo que está aconteciendo como si ese tuviese que ser fatalmente nuestro destino.

Pero no cabe la resignación; en absoluto puede caber. Es preciso, si queremos tener futuro, que elevemos la calidad moral de nuestro pueblo, en su dimensión individual y social. Apremia, es urgente, un verdadero rearme moral. Éste es el problema número uno, el reto y desafío principal de España.

* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.

*Publicado en el diario