La realidad educativa, realidad clave a la que me voy a referir varias semanas, desde el principio de la democracia, se ha transformado de manera sustancial en España. Podemos congratularnos de que el derecho fundamental y, por tanto, universal a la educación, reconocido y garantizado por nuestra Constitución, ha dejado de ser una aspiración para convertirse en una realidad implantada, o si queremos, ha dejado de ser un derecho al que se aspira, para convertirse en un derecho efectivamente ejercido.
La enseñanza escolar se ha extendido de forma universal, en España, al periodo entre los tres y los 16 años, y son muy elevadas las tasas de escolarización de la enseñanza no obligatoria. La enseñanza se ha modernizado, las instalaciones se han mejorado notablemente, los instrumentos y medios se han enriquecido, los fondos económicos destinados a la enseñanza han aumentado considerablemente; en fin, se ha dado, qué duda cabe, un grande impulso a la enseñanza, como corresponde a un país desarrollado. Con ser todo ello muy importante y alentador, hoy el problema de la educación no es ya, gracias a Dios, el de la escolarización, es decir, el que todos los niños tengan un pupitre y un aula, ni el de los medios al servicio del sistema escolar, ni el de los presupuestos económicos destinados al Ministerio de Educación. Hoy son otros los problemas. Así, el debate actual, al menos en algunas Comunidades Autónomas, está poniendo de manifiesto que hay retos y asuntos pendientes muy fundamentales a los que es preciso dar respuesta en España.
Personalmente pienso que el reto primero y principal es la orientación que demanda la enseñanza; esto es: educar a la persona, hacer posible el desarrollo pleno e integral de la personalidad humana, enseñar y aprender a ser hombre cabal. Es el reto de que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más, que, a través de todo lo que posea, sepa ser más plenamente hombre en todas las dimensiones del ser humano. Pero aquí nos encontramos con posturas muy contrapuestas que llevan a un tejer y destejer permanente, nada bueno, en normativa y orientación educativa. Es preciso reconocer que se ha politizado e ideologizado en exceso cuando se refi ere a la enseñanza, al sistema educativo. Apoderarse de la escuela sin pensar sufi cientemente en la persona de los chicos, en el bien de sus personas, o poniéndola al servicio de unos determinados intereses partidistas parece que va siendo moneda corriente, que tanto daña y perjudica. Hemos de ser sinceros y reconocer que los actuales sistemas educativos –no hablo ahora sólo de España, aunque es normal que me refi era principalmente a ella– han fracasado, no parecen responder no responden, a la demanda o exigencias de la educación. El fracaso ha venido, según mi parecer, no tanto por las aspectos organizativos y estructurales en los que sin duda también podrían caber mejoramientos importantes, y ni siquiera, con ser muy importante, por el nivel alcanzado de conocimientos, cuanto por los mismos objetivos, metas, contenidos y pedagogía de la enseñanza; es decir, por la concepción educativa y por la antropología que la sustenta, por la visión del hombre que se tiene y por la concepción de educación y escuela al servicio de tal visión antropológica; sin olvidar la gran cuestión que, en España tuvo un momento álgido en el debate dentro de la Comisión Constitucional, sobre quién educa, a quién le corresponde el derecho y deber primario de la educación –a los padres o al Estado–, el papel de la familia y el subsidiario del Estado en la educación, el concepto mismo de educación. Ahí es donde radican los verdaderos y fundamentales problemas y donde surgen los cuestionamientos al sistema educación. Esto es lo que, en el fondo, está en juego en el debate actual social.
Me preocupa como obispo y como un ciudadano más de nuestra sociedad española –como a muchos, más de los que parece– la situación humana y moral que refl ejan tantos y tantos niños y jóvenes de hoy, como también otras manifestaciones ampliamente extendidas en nuestra sociedad. La quiebra moral y humana que padece nuestra sociedad es grave: más que algunos males concretos, el peor de todos ellos es no saber ya qué es moralmente bueno y qué es moralmente malo, o qué es el hombre, o qué no es; se confunde a cada paso una cosa con otra, porque se ha perdido el sentido de la bondad o maldad moral; todo es indiferente y vale lo mismo; todo es relativo y casi todo vale; todo está permitido; todo es lo que cada uno decide por sí y ante sí como válido. Estamos experimentando ya una quiebra profunda del ser humano, que es lo que subyace a la quiebra moral agravada aún más por ciertas ideologías que son realmente destructivas, aunque sean apoyadas legislativamente.
Por eso, más grave aún resulta el desplome de los fundamentos de la vida humana, de la verdad del hombre, la pérdida de horizonte humano, de sentido de la vida: parece que nada queda sobre lo que asentar la vida del hombre, a no ser la voluntad o el deseo de tener, consumir y disfrutar: «salud y dinero», como se dice, o la libertad omnímoda para decidir sobre el propio hombre.
Tengo la sensación de que estamos sucumbiendo a esa especie de «hombre light» de esta época, que vive a ras de tierra y para el momento presente, superficial producto de nuestros días que no ha experimentado la felicidad ni la paz interior, sin horizontes de futuro y se ve sacudido por alguna ideología fuertemente destructiva y que entra como ingrediente en los planes del nuevo orden mundial. Así, más grave todavía por lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras, y porque es donde se encuentra la raíz de esta situación –aunque no se quiera reconocer–, es el olvido o «silencio» de Dios en nuestra época: de ese silencio u olvido deriva el ya no saber qué se es, quién se es, qué es el hombre o qué sentido tiene ser hombre y la vida del hombre, si es que tiene sentido y si es que hay que atenerse a la objetividad de la verdad y la realidad que somos. En el fondo, se pretende elaborar una antropología sin Dios. Están en juego la persona, el hombre, la verdad, y, consecuentemente, la convivencia humana y el futuro del hombre. La gran asignatura pendiente en España es la Educación, el sistema educativo, favorecer que sea la familia la principal educadora, dotarla de medios para que así sea.
© La Razón