Sobre la predicación de la Palabra de Dios, su importancia, su necesidad, métodos y formas, desde el principio del cristianismo, se han escrito muchas cosas y muy interesantes. Conviene tenerlas presentes.
Con estas líneas no pretendo añadir nada importante a lo ya dicho, se trata únicamente de presentar unas ideas a la reflexión sobre el qué y el cómo de nuestra predicación. Algunas, pues, tienen en cuenta más directamente al mensaje que hay que transmitir, mientras otras se fijan en los medios y forma de trasmitir ese mensaje. Y es preciso resaltar la importancia de los medios y la forma, pues, si estos no son los adecuados, la transmisión puede quedar mediatizada hasta el punto de imposibilitar que llegue el mensaje a su destinatario.
De entrada, podemos admitir que, a la vista de un pasado relativamente cercano, se han dado pasos positivos, tanto en el qué como en el cómo de la predicación. Más allá de ese momento, es difícil hacer juicios, porque estaríamos en tiempos con situaciones diferentes.
De todos modos, quizás no todo ha sido positivo y, en cualquier caso, debemos plantearnos si la predicación actual es la adecuada al momento y circunstancias presentes y si la forma y manera de trasmitir el Mensaje es la más conveniente.
Es cierto que no ha de resultar fácil hacer una serie de preguntas directas a la gente sobre nuestra predicación; menos, en parroquias de pocos fieles. No obstante, pienso que hay que buscar medios para que los fieles puedan darnos respuesta a preguntas como estas o similares: ¿Ha conseguido captar su atención? ¿Le ha interesado su contenido? ¿Le ha llevado a proyectarla sobre su vida? Por el contrario: ¿Le ha sonado a cosa sabida o sin interés particular? ¿Le ha aburrido? Si, en el momento oportuno y con la debida prudencia, somos capaces de hacer esas o parecidas preguntas, un tanto despersonalizadas posiblemente, pero capaces de provocar respuestas sinceras, estoy seguro que sus respuestas nos van a servir de reflexión y examen de lo adecuado o inadecuado de nuestra predicación. No podemos seguir recreándonos en el elogio posible, ni en la ingenuidad de lo que nos pueden callar.
Para cuando no sea posible hacer esas preguntas ni obtener respuesta de otros modos, quizás puedan servirnos estas líneas. Esta es mi intención. Un planteamiento serio y sincero puede llevarnos a ciertos cambios, tanto en el contenido como en la forma de nuestra predicación.
Primera pregunta para la reflexión: ¿Qué predicamos?
Normalmente, con mayor o menor preparación y mejor o peor presentación, podemos decir que el mensaje que predicamos es ajustado. No obstante, no estaría de más que nos hiciéramos una serie de preguntas como: ¿Predicamos el Evangelio o nos entretenemos fácilmente en digresiones que poco tienen que ver con él? ¿Predicamos el Evangelio en toda su extensión o lo recortamos a tenor de las circunstancias ambientales, presión social, política o de cualquier otro género? ¿Predicamos el Evangelio, con prudencia, pero, a la vez, con la libertad con la que lo hicieron los Apóstoles? “La Palabra de Dios no está encadenada”, nos dice el Apóstol (II Tim 2,9). Un Evangelio predicado en libertad.
Por otro lado, no resultaría inútil preguntarnos: ¿Nos predicamos con el Evangelio en lugar de predicar el Evangelio? Caer en esta tentación nos llevaría a perder la merced que, en su día, pudiéramos recibir a cuenta; además de, por lo que a nosotros toca, devaluar el Evangelio. Sería bueno poder repetir con san Pablo: “Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo como Señor…” (II Cor 4,5). Estamos ante una Palabra que no es nuestra, sino de Dios.
En cuanto al cómo preparamos la predicación y nos disponemos para transmitirla, hay un texto del cardenal Gerhard Ludwig Müller, en su libro reciente Informe sobre la Esperanza (BAC, págs. 91-92), que nos abre el abanico de lo más esencial del tema: "Los sacerdotes –dice– debemos ser los primeros en obedecer a la Palabra de Dios: antes de predicarla, nosotros mismos debemos convertirnos en oyentes, estudiándola con atención, rezándola con devoción, viviéndola sin autorreferencialidad alguna". Un buen resumen.
Conocimiento debido, palabra meditada, rezada y vivida.
La preparación inmediata presupone y necesita una preparación remota. No se puede hablar bien de lo que no se sabe con competencia. De aquí la necesidad de un estudio serio y prolongado a través de toda la vida sacerdotal. Estudio, sobre todo, de la Palabra de Dios, pero no solo. Cuanto más al día estemos y con más competencia tengamos de las corrientes ideológicas y de todo aquello que puede ayudarnos a conocer las personas y la sociedad, tanto mejores instrumentos de transmisión seremos.
Antes de predicadores, debemos ser oyentes de la Palabra de Dios. Conocer la Sagrada Escritura es conocer cada día mejor a Dios y a su Enviado Jesucristo. La Palabra de Dios, meditada directamente y en comentarios oportunos, debe ser, cada día, el pan de nuestra vida y la luz de nuestra mente. De aquí debe partir la tantas veces comentada preparación remota y próxima.
Para la mayor parte de los sacerdotes, no resulta difícil hablar, pero para todos es muy difícil decir lo que se tiene que decir y cómo se tiene que decir. Para evitar ese no saber es precisa una preparación esmerada.
Palabra meditada, rezada. Antes de predicarla, debemos procurar hacerla nuestra en el corazón a través de la oración; además de suplicar para que fructifique, ya que: “Ni el que planta es nada ni tampoco el que riega; sino Dios que hace crecer” (I Cor 3,7). No basta con tener ideas claras de lo que vamos a predicar. Además de ideas es preciso transmitir vida, porque la Palabra de Dios es vida.
Palabra vivida, hecha vida. Si nos conformáramos con la Palabra meditada, rezada, y no pasara a nuestras manos y pies, al quehacer de cada día, habría razón para dudar de la veracidad de nuestra oración y, con nuestras acciones, quedaría desautorizado lo que pretendemos comunicar con nuestras palabras. "El principio general es que el sacerdote predica el Evangelio con su palabra y con su vida: de hecho, con su vida subraya la credibilidad del evangelio" (Müller, op. cit. pág. 90).
En cuanto a lo que podemos llamar preparación próxima, habrá que distinguir: Si partimos de unos textos obligados, como es el caso de la predicación de la misa dominical, será preciso buscar el mensaje concreto que se derivas de esos textos, siempre teniendo en cuenta el tiempo, el lugar y, sobre todo, la condición de las personas a quienes va dirigida la palabra. No hacerlo así, lo normal es que nuestras palabras se conviertan en una serie de generalidades y hasta en palabras inoportunas.
Si no estamos obligados a unos textos determinados, habida cuenta del tema, los oyentes y sus circunstancias, buscaremos iluminarlo con la Palabra de Dios. Lo cual no quiere decir que tengamos que hacer un “cosido” de textos de la Sagrada Escritura, la mayor parte de las veces traídos a la fuerza y haciendo que resulte poco conveniente.
En todo caso, es evidente que nuestras palabras deben respirar espíritu y llevar vida. Sin embargo, con frecuencia, con demasiada frecuencia, se predican homilías que no pasan de ser una lectura fría. Es un ejercicio que podría desempeñar con mayor competencia cualquier locutor de radio que careciese de fe. Esa lectura puede trasmitir ideas, pero no vida; y damos la impresión de una fe lánguida y de menguada vivencia. No damos la sensación de sincera convicción.
Las mismas palabras, dichas con una u otra expresividad, pueden resultar: simples palabras, que, a lo más, transmiten unas ideas, o bien palabras de vida que llegan al corazón y mueven la voluntad. Nadie entienda, sin embargo, que hablamos de elevar el tono de voz, que puede resultar incómodo y hasta hiriente, y, menos, de amaneramiento o artificio, de todo punto rechazable. Hablamos de espíritu, de palabra sentida y vivida.
Si nuestras palabras no pasan del oído, no son las adecuadas para la transmisión del mensaje; ni siquiera es suficiente que lleguen a la cabeza. Es preciso que penetren en el corazón de los oyentes, tienen que mover a la vida, y una lectura, aun perfecta, pero fría y sin convicción, no llega fácilmente al corazón y menos mueve a una actitud de vida en cristiano. La Palabra de Dios no es reducible a ideas, es vida y, si no transmite vida, no logra su objetivo. Cierto que es Dios el que da el incremento, pero nosotros tenemos obligación de sembrar bien.
Todo lo dicho es imprescindible, pero no suficiente. Hay otra parte en la transmisión del mensaje, la parte material podríamos decir, de la que no se puede prescindir. Podríamos expresar la reflexión, en este aspecto, con esta pregunta: ¿Cómo realizamos el acto material de predicar?
Para que nuestra predicación logre su objetivo deberán tomarse muy en consideración los aspectos que voy a indicar seguidamente.
Ya hemos indicado anteriormente, que los ministros de la Palabra de Dios debemos tener en cuenta las circunstancias concretas y capacidades de los fieles a quienes hablamos. Conviene, pues, que recordemos en este tema algunos aspectos concretos.
Es evidente que no es lo mismo un auditorio de elevada formación, que predicar a campesinos ancianos (hoy los fieles de nuestra zona rural casi desertizada), ni es lo mismo predicar a campesinos que a mineros. Muchas de esas gentes, que carecen de formación intelectual elevada, son verdaderos filósofos, pero con una filosofía no aprendida en los libros, sino nacida de la reflexión y trasmitida oralmente. Son sabios, pero no científicos. Tienen un léxico riquísimo, pero no entienden de palabras rebuscadas en un diccionario de sinónimos y antónimos, ni términos de escuela. Es, pues, imprescindible acomodarse a la realidad de los oyentes, a su modo de ser, pensar y hablar; si bien será necesario distinguir entre cultura profana y religiosa, porque muchas veces no guardan correlación. Tampoco se puede confundir la sencillez y acomodación con la vulgaridad. La gente sencilla percibe la ordinariez muy finamente y le disgusta. Tiene una sensibilidad especial.
Al hablar es preciso que no caigamos en ninguno de los dos extremos: una lentitud desesperante o a una rapidez que imposibilita seguirnos sin esfuerzo añadido. La lentitud exagerada produce tedio y causa somnolencia; la excesiva rapidez obliga a mayor atención y excita el ánimo.
La duración debe ser la apropiada en cada caso. La homilía no es una conferencia, no debe pasar de unos pocos minutos. Alargarnos más de lo debido puede mermar y aun malograr el fruto que pudiéramos haber conseguido. La duración excesiva suele provenir: bien de la falta de preparación, bien del afán equivocado de pretender decir muchas cosas; sin caer en la cuenta que pocas, muy pocas, bien dichas, se retienen mejor y pueden calar más hondo.
El tono de voz tiene que ser el adecuado: que no moleste por ser elevado, ni se oiga con dificultad por ser tan bajo. El grito molesta y el tono demasiado bajo impide que se siga con facilidad y obliga a mayor esfuerzo. Si no es el adecuado, molesta o cansa.
Hoy día la megafonía ha venido en nuestra ayuda. Pero a condición de que tenga la perfección exigible y nos sepamos acomodar al medio técnico. Si no tiene la perfección exigible, sería mejor, en la mayor parte de los casos, hablar sin micrófonos, adoptando el tono de voz pertinente. En muchos casos en los que no tiene la perfección debida, no solo no resultan ser una ayuda, sino más bien una molestia para los oyentes. Vale la pena una inversión algo superior con tal de que resulte una verdadera ayuda para nosotros y no menor para los oyentes. Luego, hace falta usarla como se debe: de modo que lleguen a todos con claridad las palabras, pero sin herir el oído.
La predicación no es cosa sencilla. Es cierto que a la mayoría de los sacerdotes no resulta difícil el hablar, pero hablar lo que se debe y como se debe no es lo mismo.
Clementino Martínez Cejudo es sacerdote y autor, entre otros, del libro La ideología de género y la crisis de Occidente. Para adquirirlo ahora, pincha aquí.