Todavía enorgullece llevar sangre española en las venas, aunque el pueblo español, antaño tan valeroso ante las agresiones de sus enemigos, se haya convertido en una papilla amorfa y bardaje. Pero en América, allá donde la sangre de españolas venas se fundió con la sangre nativa para fundar la raza más hermosa, allá donde nuestra lengua se hizo dulce y fecunda, todavía queda dignidad. La lección que Colombia ha dado a su desnaturalizada madre y al mundo entero me ha llenado de una emoción recia –auténtica emoción de la sangre, que nada tiene que ver con la emoción bobalicona y merengosa que azuza el mundialismo, para consumo de pueblos genuflexos—, mezclada con algo de sana envidia. Porque, al rechazar la paz inicua con la que los quieren sojuzgar, al resistir los embates del mundialismo (tristemente encabezados por quien más obligado está a distinguir la paz que brinda Cristo de la paz engañosa que brinda el mundo), los colombianos nos han demostrado que aún quedan vivos rescoldos del heroísmo hispánico. Ojalá algún día esos rescoldos lleguen a ser llama que alumbre la ceguera de una madre desnaturalizada.
No hay bien más preciado por los hombres buenos que la paz; quizá porque los otros bienes a los que los hombres buenos aspiran, faltando la paz, no pueden alcanzarse en plenitud, ni disfrutarse sin temor. Pero la paz verdadera no es la ausencia de guerra, como pretende la farfolla mundialista, ni un equilibrio entre fuerzas adversas, ni una reconciliación fundada sobre mentiras que han nublado el juicio moral. No hay paz verdadera si no se funda sobre la justicia; sólo de esa paz puede brotar el perdón, el abrazo fraterno que lava para siempre la sangre. Pero la falsa paz que no se funda sobre la justicia es como la planta que crece sobre una charca pútrida, que brinda flores ponzoñosas y frutos pérfidos, más destructivos para los pueblos que la mera guerra. Y esta paz inicua era la que pretendía alcanzar Santos, el capataz del mundialismo, para someter a su pueblo. Una paz fundada sobre la injusticia es una herida que no cesa de sangrar; y que, como ha sido cicatrizada en falso, no tarda en enconarse y provocar septicemia. Cuando a los colombianos les ofrezcan una paz fundada sobre la justicia, sabrán perdonar, porque por algo llevan grabadas en el corazón las palabras del Sermón de la Montaña. Pero ni siquiera Dios puede renunciar a la justicia, a la hora de mostrarse magnánimo; y los colombianos, que son un pueblo muy anegado de Dios (como prueban sus paisajes y sus gentes), sabrán ser magnánimos, y amar a sus enemigos, cuando se den los requisitos de una verdadera paz.
Esta paz inicua que el pueblo colombiano ha rechazado era en realidad –como señaló Alejandro Ordóñez, el valeroso procurador general al que se arrancó de su cargo con modos perfectamente golpistas—“el acuerdo de dos élites: la élite oligárquica y autoritaria que representa Juan Manuel Santos y la élite criminal de las FARC”. El procurador Ordoñez fue defenestrado porque había anunciado valerosamente su propósito de vigilar que los funcionarios públicos mantuviesen durante este indecoroso proceso una posición de neutralidad, impidiendo que la máquina administrativa se pusiera al servicio del mundialismo. Fue defenestrado por denunciar que un acuerdo hecho de espaldas al pueblo se pretendía legitimar apelando a ese mismo pueblo al que previamente se había engañado. Pero los capataces del mundialismo midieron mal la dignidad de los colombianos. Ojalá esa dignidad vuelva algún día -¡mediante gozosa transfusión de sangre!- a su desnaturalizada madre.
Publicado en ABC el 9 de octubre de 2016.