¿De qué diablos estamos hablando? Con este sugerente título, el padre Rogelio C. Alcántara, director de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la archidiócesis primada de México, responde en un libro reciente a varias de las preguntas que muchas veces me he planteado sobre la realidad de la que formamos parte los seres humanos. Las respuestas enunciadas en el libro me han hecho reflexionar sobre la pretensión del transhumanismo de introducir en esa realidad a unos seres posthumanos con amplias capacidades físicas y cognitivas, dotados de una especie de “dones preternaturales” gracias a las biotecnologías exponenciales.
El padre Alcántara, en su afán por hacer entendible la realidad y explicarla con rigor intelectual a la luz de la revelación divina, se plante tres preguntas fundamentales: ¿Quiénes componemos la realidad? ¿Cuántas dimensiones existen en ella? ¿Cómo interactúan los seres de estas dimensiones?
La realidad, explica el autor, la componemos seres espirituales y materiales. Los seres materiales son para nosotros visibles: minerales, vegetales, animales y hombres. Todos ellos formamos parte de la dimensión natural. Por su parte, existen los seres espirituales, algunos invisibles, como Dios -quien es completamente sobrenatural- y los ángeles -los buenos, que participan de lo sobrenatural, y los malos, que están en el plano preternatural-. Los otros seres espirituales somos los seres humanos, que tenemos una parte visible -el cuerpo- y otra invisible -el alma-.
El padre Alcántara argumenta que todos los seres de la realidad podemos interactuar unos con otros, cada uno de acuerdo con su naturaleza. A partir de los seres existentes hay tres dimensiones en la realidad: la natural, la preternatural y la sobrenatural. El orden ontológico jerárquico de ellas es: primero el sobrenatural, segundo lo preternatural y tercero lo natural.
Los seres de la dimensión natural -la netamente humana- somos seres creados, compuestos de materia primera y forma sustancial, somos contingentes y sujetos a un ciclo de existencia según las leyes de la materia. Desde la cosmovisión cristiana, en el caso de los hombres y mujeres, tenemos un alma orientada hacia un cuerpo, es decir, que el alma ha sido creada específicamente para un cuerpo concreto. Esa alma espiritual -también llamada racional- posee, además de las facultades vegetativas y sensitivas, dos específicamente espirituales: el entendimiento y la voluntad. Por ello, el ser humano para el cristianismo es el culmen de la creación material dado que, aunque es materia por su cuerpo, es vivificado por un alma espiritual que la trasciende.
Resulta muy oportuna la observación que realiza el autor del libro citado cuando nos recuerda que el ser humano nunca existió en un orden puramente natural, sino que comenzó a existir en estado de justicia original; estado elevado por dones sobrenaturales -la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo- y por dones preternaturales -integridad, impasividad, inmortalidad, dominio sobre la creación material y sabiduría insigne del primer hombre y mujer-. Todos estos dones, desde la cosmovisión cristiana, se perdieron por el pecado original. Desde ese momento la naturaleza humana es una naturaleza caída, que ha sido después objetivamente rescatada para el orden sobrenatural por la redención de Cristo, pero que perdió los dones preternaturales y quedó profundamente herida para toda su vida temporal.
Por su parte, la dimensión sobrenatural -aquella en la que le resulta difícil creer al ser humano contemporáneo, incluso al cristiano común, por resultarle del todo irreal o irracional- es precisamente la dimensión de Dios, radicalmente diferente a lo natural y preternatural. En este sentido, lo sobrenatural es todo aquello que supera a cualquier ser, bien sea del orden natural, o bien del orden preternatural, pues Dios es el creador de todo: lo visible y lo invisible.
Desde la fe cristiana, Dios comparte generosamente su vida divina -la gracia santificante- con sus creaturas espirituales que la aceptan libremente. Sus leyes se identifican con su Inteligencia y son ejecutadas por su Voluntad. Su ley principal es el Amor.
Finalmente, el autor del libro citado nos aproxima a la dimensión preternatural. Dicha dimensión resulta más difícil de entender y más desconocida para muchos cristianos.
Preternatural seria “más que natural”, aquello que está más allá de lo natural, pero sin ser sobrenatural, es decir, sin superar a toda la naturaleza creada o creable. Estrictamente, los seres creados en el orden preternatural son los ángeles. Dios creó a los ángeles con una naturaleza preternatural buena, elevada a lo sobrenatural por la gracia santificante, aunque hubo unos ángeles que no aceptaron el plan de Dios y por soberbia, se revelaron. Allí lo preternatural se dividió: por un lado, lo elevado, luminoso y glorificado, con acceso a lo sobrenatural, pasó al cielo, donde quedaron los ángeles fieles. Por otro, en el lado oscuro, los ángeles caídos -o sea, los demonios-, condenados para toda la eternidad, pasaron al infierno, es decir, ese estadio en el que el tormento consiste en la separación eterna de Dios, y en no poder disfrutar de su visión beatífica y amorosa.
Llegados a este punto, conviene recordar algunos aspectos esenciales de la cosmovisión cristiana respecto a la participación del ser humano en el orden preternatural -en su estado de justicia original en el que se encontraban nuestros primeros padres- precisamente en estos tiempos en los que la ideología del transhumanismo/posthumanismo nos promete alcanzar un sucedáneo de los dones preternaturales a partir de biotecnologías de aumento de nuestras capacidades y potencialidades relacionadas con el cuerpo físico y con nuestra mente.
En efecto, esas supuestas “capacidades preternaturales” parecen corresponderse con la promesa de “perfeccionamiento humano” (human enhancement en la terminología anglosajona) y con la “inmortalidad cibernética”, todas ellas alcanzables mediante las biotecnologías exponenciales disponibles, integradas o interactuando con nuestra dimensión natural, tal y como propone el nuevo tecno-gnosticismo transhumanista que pretende alumbrar una nueva condición posthumana.
No obstante, tal y como argumenta el padre Alcántara, la naturaleza humana “salida de las manos” de Dios en la creación inicial no fue únicamente natural, sino que fue enriquecida con dones sobrenaturales y con dones preternaturales que asemejaban el hombre a los ángeles. Sin embargo, por el pecado original, el hombre perdió los dones sobrenaturales con la posibilidad de recuperarlos en el tiempo mediante la redención y perdió también los dones preternaturales, sin la posibilidad de recobrarlos en esta vida.
El hecho de que el ser humano hubiera perdido los dones preternaturales no significaba que lo preternatural dejara de existir, sino que lo natural quedaba privado intrínsecamente de ello. De hecho, lo preternatural existe antes que lo natural, pues pertenece de suyo a la naturaleza angélica creada por Dios antes de la creación visible. Esta realidad la conocemos por revelación. En este sentido, desde el cristianismo afirmamos que Dios es creador de cielos y tierra, de lo visible y de lo invisible.
Antes del pecado original -pecado esencialmente de soberbia contra el amor de Dios-, la naturaleza humana gozaba de los dones preternaturales, de modo que le era connatural la visión y la comunicación con los seres preternaturales, los ángeles.
En este sentido, la preternaturaleza, al ser inmaterial, no está compuesta de materia y forma en el orden de la esencia. Por ser inmaterial, es puramente espiritual, pero a pesar de ser completamente simple en el orden de la esencia, está compuesta de acto y potencia en el orden de la existencia, lo cual diferencia a los ángeles radicalmente de Dios, que es acto puro.
Es interesante saber que los seres preternaturales (tanto los que están en el lado luminoso como los que están en el lado oscuro) interactúan con los demás seres espirituales, y por lo tanto, también, con los seres humanos vivos. Y es en esa interacción donde resulta oportuno identificar las actuales pretensiones del ser humano contemporáneo que desea “ser como dios” alcanzando la condición posthumana de Homo Deus.
Muchas veces, cuando he analizado las propuestas del transhumanismo/posthumanismo, en su visión radical, incluso “tecno-mística” o pseudo-espiritual, he sospechado que tal vez haya una interacción de los seres espirituales pertenecientes al lado oscuro con aquellos seres humanos contemporáneos e ilustrados, que ambicionan alcanzar, de nuevo, los dones preternaturales perdidos como consecuencia del pecado original. Y es que dicha pretensión resulta ser idéntica a la vieja tentación de querer ser como dioses y que a lo largo de la historia de la humanidad ha estado abocada al fracaso, precisamente por no estar alineada con la Inteligencia y la Voluntad del Creador, ni estar en consonancia con la ley universal del Amor.
Desde la cosmovisión cristiana, solo los santos en el cielo -aquellos que murieron en gracia y amistad de Dios y perfectamente purificados- , sin perder su naturaleza humana, gozan, por sus méritos, de características preternaturales -integridad, impasibilidad, inmortalidad, aunque, antes de la resurrección, no sean propiamente, dones preternaturales- y de lo sobrenatural. Los santos gozan pues, de la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, la visión beatífica, la felicidad eterna, la plenitud personal que Dios les ha dado al premiar sus méritos y la compañía de la Virgen, de los santos y de los ángeles. En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera.
¿Pueden el transhumanismo y el posthumanismo ofrecer la restauración del orden creado y una auténtica esperanza de redención y salvación para el ser humano contemporáneo? En mi opinión, dicha ideología y tecno-espiritualidad no puede ofrecer una explicación profunda sobre la realidad en sus tres dimensiones natural, preternatural y sobrenatural interrelacionadas. En cambio, el cristianismo, fundamentado en una concepción trinitaria de la realidad, ofrece un mensaje universal de esperanza para el hombre y la mujer de nuestro tiempo, al hacerles comprender en su corazón, que son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.