Vaya por delante la amistad que me une con Teresa Gutiérrez de Cabiedes, autora de Van Thuan. Libre entre rejas, de Ciudad Nueva. Lo que no significa que sea esta una croniquilla de compromiso. Si lo fuera, lo resolvería diciendo, qué sé yo, que la autora es una narradora de raza (curiosamente, siempre que se dice esto nunca se precisa la raza), o que la novela te atrapa en la primera línea y no te suelta hasta la última, o algún otro topicazo por el estilo. La cosa es que de un tiempo acá uno empieza a desconfiar, entre muchísimas otras cosas (y cada vez son más), de los libros que se leen de un tirón, no en vano el principio y fundamento del buen lector debiera ser que no el mucho saber harta y satisface el alma, mas el sentir y gustar las cosas internamente. Y no quiero decir con esto ni, muchísimo menos, insinuar que la novela no esté bien escrita.
Que Teresuca tiene oficio lo acreditan sus títulos ya publicados, como una biografía sobre Hanna Arendt y una larguísima entrevista con todo un señor arzobispo, Francisco Pérez. Pero antes de avanzar por la obra de Teresuca, detengámonos unos instantes en su vida. Y qué mejor manera para conocer a un escritor, cualquier escritor, que la solapa de sus libros. Decía aquel gran tahúr del periodismo que fue Felipe Navarro Yale que la solapa era el espacio que el editor reserva al autor para que diga de sí mismo lo que no dirían de él ni los mejores amigos. Manejando esta clave, la lectura de las solapas provocará en el lector de manera casi invariable o bien vergüenza ajena o bien un irrefrenable ataque de risa con posible resultado de infarto. No así con Teresuca, no así.
Lo primero que Teresa Gutiérrez de Cabiedes dice de sí misma en la solapa de su Van Thuan es que es comunicadora y madre. O sea, no que se sienta tal, sino que “es”, con toda la esencia y sustancia que el verbo conlleva. A renglón seguido nos informa de que “trabaja” como periodista y escritora. Es decir, que si, por la razón que fuera, algún día tuviera que abandonar la profesión -no lo permita Dios-, ya se las arreglaría ella para seguir comunicando, aunque fuese emborronando las hojas arrancadas de los calendarios, que es exactamente lo que hizo Francisco Xavier Nguyen Van Thuan, y en las peores condiciones posibles, e incluso imaginables.
Fue nuestro protagonista miembro de un antiquísimo linaje de patricios vietnamitas, cristianos viejos todos, llamado algún día a ser un príncipe de la Iglesia, lo que finalmente sucedió, si bien no por la vía del carrerismo, sino por la más fatigosa de la tribulación. Era como si, de alguna manera, su destino estuviera ya prefigurado en aquellas historias de mártires vietnamitas con que de niño le dormía su madre, trasunto ella de la mulier fortis de la Biblia. Lo cierto es que en lo más dulce de su irresistible ascensión, justo cuando más acechaba el peligro de quedarse dormido en los laureles de ser el cura de moda, Van Thuan fue hecho preso por los comunistas, y así permaneció casi una década, que él se planteó como una catequesis para aprender a distinguir a Dios de las cosas de Dios.
Y es precisamente el apasionado y apasionante relato de Van Thuan, de su alegría en la esperanza y su paciencia en la tribulación, el argumento con el que Teresuca, de alguna manera, y entre líneas, ha entrelazado el suyo propio. Bien pudo nuestra autora descargarse de Internet los papeles del vatileaks y, a partir de ahí, construir una novelucha de intrigas vaticanas con cardenales y anillos cargados de veneno, pero no es esa su longitud de onda. La suya, la que marca su trayectoria, es otra, es la de una filósofa frente al nazismo, la de un monseñor en los tiempos del cólera, la del cardenal Van Thuan, y así en ese plan; la trayectoria, en fin, de los que caminan por el sendero estrecho pero luminoso de la vida.
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