Isaías 42, 1-4.6-7;
Hechos 10, 34-38;
Mateo 3, 1317
Jesús mismo dio una explicación de lo que ocurrió en Él en el bautismo en el Jordán. De regreso, en la sinagoga de Nazaret se aplicó a sí mismo las palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí: me ha consagrado con la unción...». El mismo término de unción utiliza Pedro en la segunda lectura, hablando del bautismo de Jesús: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder».
Se trata de un concepto fundamental para la fe cristiana. Basta decir que el nombre Mesías en hebreo y Christos en griego significan exactamente eso: Ungido. Nosotros mismos, decían los antiguos Padres, nos llamamos cristianos porque hemos sido ungidos a imitación de Cristo, el Ungido por excelencia. La palabra «ungido», en nuestro lenguaje, tiene muchos significados, no todos positivos. En la antigüedad la unción era un elemento importante de la vida. Se ungían con aceite los atletas para estar sueltos y ágiles en las carreras, y se ungían con aceite perfumado hombres y mujeres para tener el rostro bello y resplandeciente. Actualmente, con estos mismos objetivos, hay a disposición una infinidad de productos y cremas en gran parte derivados de distintos tipos de aceites.
En Israel el rito tenía un significado religioso. Se ungía a los reyes, a los sacerdotes y a los profetas con un ungüento perfumado y éste era el signo de que estaban consagrados al servicio divino. En Cristo todas estas unciones simbólicas se hacen realidad. En el bautismo en el Jordán Él es consagrado rey, profeta y sacerdote eterno por Dios Padre. Pero no con un aceite físico, sino con el aceite espiritual que es el Espíritu del Señor, «el óleo de alegría», como lo define un salmo. Esto explica por qué la Iglesia da tanta importancia a la unción con el santo crisma. Existe un rito de unción en el bautismo, en la confirmación y en la ordenación sacerdotal; existe una unción de los enfermos (en un tiempo llamada «extremaunción»). Es porque a través de estos ritos se participa en la unción de Cristo, esto es, en su plenitud de Espíritu Santo. Se es literalmente «cristiano», esto es, ungido, consagrado, persona llamada -dice Pablo- «a difundir en el mundo el buen olor de Cristo».
Procuremos ver qué nos dice todo ello a los hombres de hoy. Actualmente está de moda hablar de aromaterapia. Se trata del empleo de aceites esenciales (o sea, los que exhalan perfume) para el mantenimiento de la salud o para la terapia de algunos trastornos. Internet está lleno de anuncios de aromaterapia. No se contenta con prometer con ellos bienestar físico. Existen también «perfumes del alma», por ejemplo «el perfume de la paz interior».
No me corresponde dar un juicio sobre esta medicina alternativa. Si embargo veo que los médicos invitan a desconfiar de esta práctica que no está científicamente probada y que incluso implica en algunos casos contraindicaciones. Lo que deseo expresar es que existe una aromaterapia segura, infalible, que excluye toda contraindicación: ¡la que está hecha a base del aroma especial, del ungüento perfumado, que es el Espíritu Santo!
Esta aromaterapia hecha de Espíritu Santo cura las enfermedades del alma y a veces, si Dios quiere, también las del cuerpo. Hay un canto spiritual afro-americano en el que no se hace más que repetir continuamente estas pocas palabras: «Hay un bálsamo en Gilead que cura las almas heridas» (There is a balm in Gilead / to make the wounded whole...). Gilead, o Galaad, es una localidad famosa en el Antiguo Testamento por sus perfumes y ungüentos (Jr 8,22). El canto prosigue, diciendo: «A veces me siento desalentado y pienso que todo es en vano, pero entonces el Espíritu Santo reaviva el alma mía» (Some times I feel discouraged and think my work's in vain but then the Holy Spirit revives my soul again). Gilead es para nosotros la Iglesia, y el bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.
El Espíritu Santo es especialista en las enfermedades del matrimonio. El matrimonio consiste en darse el uno al otro; es el sacramento de hacerse don. Y el Espíritu Santo es el don hecho persona: la donación del Padre al Hijo y del Hijo al Padre. Donde llega Él renace la capacidad de hacerse don y con ella la alegría y la belleza de vivir juntos.
El filósofo Heidegger lanzó un juicio alarmado sobre el futuro de la sociedad humana: «Sólo un dios nos puede salvar», dijo. Pues yo digo que este Dios que nos puede salvar existe: es el Espíritu Santo. Nuestra sociedad necesita dosis masivas de Espíritu Santo.