Se llama Andreas Kartak, y es un borracho que vive como un indigente en los puentes del río Sena, en París, enfrascado diariamente en sobrevivir acompañado siempre por una botella. Andreas, protagonista de la novela de Joseph Roth La leyenda del santo bebedor, es una persona con una vida repleta de calamidades pero que un día, sorprendentemente, sin hacer aparentemente nada, comienza a ser beneficiario de una serie de milagros que le dejan golpeado. Primero se topa con un caballero pudiente, que le presta doscientos francos, pero le advierte que esa deuda debe cancelarla con Santa Teresita de Lisiuex, entregándosela al sacerdote que oficie la misa de diez, del domingo, en la capilla de Sainte Marie des Batignolles.
Andreas, que es un hombre de honor, se repite una y otra vez su intención de pagar la deuda a los pocos días. Y feliz de saberse con suerte, lo celebra a lo grande con una comilona. Se gasta parte del dinero, pero la vida le sonríe. Inmediatamente le ofrecen un trabajo de mudanzas que engorda su bolsillo de billetes. Y llega el domingo, el día fijado para cancelar la deuda con Santa Teresita. Y, a la puerta de la iglesia, a la hora convenida, se cruza una antigua amiga que lo arrastra a vivir un día de juerga, invitando, claro, el pobre Andreas.
Nuestro protagonista se enfada consigo mismo y masculla: “¿Cómo he podido caer de esta manera?”. Pero otro milagro se hace presente. Se encuentra, misteriosamente, una cartera en su bolsillo con ¡mil francos! “Ya podré devolverle el dinero a la santa”. Pero la fragilidad de Andreas se hace presente. Y, un domingo tras otro, a pesar de malgastar el dinero casi sin querer, y recibir a su vez multitud de milagros en forma de dinero, continua sin cumplir con su promesa a Teresita de Lisiuex. Hasta que un domingo, cerca de la iglesia, aunque maltrecho otra vez de debilidad física y de voluntad, se le aparece una joven que tiene los rasgos de la joven santa, y le entrega en mano unos francos.
Joseph Roth cuenta así el diálogo entre el deudor y la acreedora:
“—¿Cómo te llamas? —preguntó Andreas.
»—Teresa.
»—¡Ah! —exclamó Andreas—, ¡esto es realmente encantador! No creí que una santa tan pequeña y a la vez tan grande, una acreedora tan pequeña y tan grande me dispensara el honor de venir a buscarme, después de que durante tanto tiempo no hubiera acudido a ella.
»—No sé de qué me está hablando —dijo la jovencita, bastante confusa.
»—En ello reside precisamente tu delicadeza —contestó Andreas—, he aquí tu delicadeza, que yo sé apreciar tan bien. Hace tiempo que te adeudo doscientos francos, pero no me ha sido posible devolvértelos, santa jovencita.
»—Usted no me adeuda dinero alguno. Pero aquí en el bolsillo llevo un poco de dinero, aquí, tómelo y váyase, que mis padres llegarán de un momento a otro.
»Así que llevaron a nuestro pobre Andreas a la sacristía. Pero, lamentablemente, ya no era capaz de hablar. Tan sólo hizo un gesto como si quisiese introducir la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, donde guardaba el dinero que debía a su pequeña acreedora, y murmuró:
»—¡Señorita Teresa... !
»Así exhaló el último suspiro y murió.
»Dénos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”.
Cada vez que releo esta novelita de Joseph Roth, de apenas 50 páginas, me identifico con la fragilidad de Andreas y, con su humanidad, que no es capaz de llevar a cabo tan simple objetivo. Su pobreza y debilidad le llevan a arrastrase por la vida, sin quererlo, hasta que una y otra vez es salvado por la gracia de Dios. A mí también me pasa lo de Andreas, pero hasta hace pocos años no era capaz de acoger mi propia fragilidad. No sé si yo lo entendí mal, o en la película que me explicaron de jovencito sobre cómo ser cristiano faltó alguna secuencia clave o, bien, estaba distraído. Fuera lo que fuera, los recuerdos que tengo de las catequesis para transmitir la fe, ser un buen cristiano, ganar la santidad e ir al Cielo, estaban ilustradas de ejemplos de vidas ascéticas, de caminos de perfección, de historias de gente heroica que era capaz de hacer grandes hazañas gracias a sus habilidades, generosidad y fuerza de voluntad, pero en donde el poder de la gracia estaba desdibujado o solo aparecía en los últimos metros de la carrera. El acento se ponía en la capacidad que tenemos de salvarnos; de ganar el Cielo gracias a nuestro esfuerzo y, la verdad, viendo mi propio pecado y pobreza, no podía menos que desmoralizarme y casi tirar la toalla.
Pero el buen Dios me puso en las narices un texto de San Pablo que a mí me cambió, y me hizo ver la película de la fe desde otra óptica. San Pablo habla que tenía como un “aguijón” en el alma que no lo dejaba vivir. No sabemos exactamente lo que era pero se entiende que soportaba una debilidad y un pecado en grado sumo. Y le pide a Dios que le quite esa fragilidad, pero el Señor le contesta: “Te basta mi gracia; la fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad”. No le dice: “Te he dado suficientes fuerzas para que tú hagas frente a ese aguijón”. No. Más bien lo contrario: “Mi gracia es la que te rescata, no tus fuerzas”. El protagonista es Dios, y “mis fuerzas” quedan en un segundo plano. Cuando el hombre es pequeño y frágil, ahí es donde Dios puede manifestar su grandeza. Si el hombre se muestra imbatible y con gran autosuficiencia… no necesita a Dios. Ya se tiene a sí mismo. Pero si el corazón del hombre está herido y roto, ahí Dios sí puede volver a entrar en esa vida.
Yo también tengo un aguijón que muchas veces no me deja vivir y, a menudo pienso que Dios permite que lo tenga para poder reclamarle todos los días su gracia. Si no lo tuviera es posible que viviría solo de mis fuerzas. Y, además, creyéndome un “buen cristiano”, pero sin dejar que Dios sea el protagonista de mi vida. Mi elección está entre elegir vivir todos los días con mis fuerzas, o acoger la fragilidad, con paciencia y unas dosis de humor, y pedir a Dios que sea Él el que me rescate con su gracia.
Justamente de esto va el libro Había una vez un monje (Voz de Papel), que han escrito al alimón Paco Segarra y el monje Agustí Altisent, religioso cisterciense del Monasterio de Poblet (Tarragona). Paco, también conocido como Coronel Pákez, es un publicitario de fama, padre de familia y abuelo, que un buen día, en medio de una tormenta vital, se adentró en el desierto interior del Monasterio de Poblet, y un monje, Altisent, conocido en Cataluña por sus artículos de opinión en La Vanguardia, ejerció de padre espiritual y logró, con la gracia de Dios, ser un instrumento para ahuyentar esas borrascas permanentes que fracturaban todo lo que había alrededor, y devolver la paz a Paco.
Como todo lo de Paco Segarra es original… este libro no podía ser menos. Paco y Agustí lo han escrito juntos, pero en diferido. Se mezcla un homenaje al monje, entrelazado con sus artículos, y las reflexiones del publicitario. Este texto solo lo podría alumbrar el Coronel Pákez. Pero, más allá de la composición creativa del libro, el hilo conductor del texto es siempre el mismo: el caminito espiritual de Teresita, o el acogimiento de la fragilidad. De hecho, una de las primeras lecciones que recibió Paco Segarra en su desierto espiritual en Poblet fue una máxima del cisterciense: “Deje que Dios sea Dios y usted sea débil. Con Dios, el secreto es ser débil. Dios utiliza estas causas segundas para sus planes de amor: un proceso de aflicción como el suyo es, indudablemente, una purificación en el plano espiritual”.
Acto de presentación de Había una vez un monje en la librería Troa-Garbí de Barcelona, con la participación del autor del libro, Paco Segarra, y del autor de este artículo, Álex Rosal.
Y, ante el reclamo de más consuelo: “Acepte de palabra, acepte de Dios, todo lo malo que le ocurra. Dígale que Él ya sabe y que ve que usted lo dice de boquilla: que sólo dice que lo acepta sin aceptarlo de veras. Dígale que usted lo intenta, pero que sólo Él puede ponérselo en el corazón. Dios conoce mejor que nosotros mismos nuestra debilidad. De modo que procure relajarse —con pastillas, si es necesario— y rece. Pero no rece nerviosamente. Póngase ante Dios y deje que Él le mire por dentro, con todo lo que le sucede. Ni siquiera hable: muéstrele sus heridas. Esta forma de rezar es como tomar el sol, dejándose broncear gradualmente por Él”.
Y, por último: “Aprenda a vivir a la escucha, en silencio. Valore el silencio porque Dios habla bajito, como para no molestar. Déjese llevar en brazos, como un niño, por el buen Dios. Eso es todo…”.
¿Quiere aprender a acoger su fragilidad? Siga leyendo. De la misma manera que el indigente y borrachín Andreas, el de la novela de Joseph Roth, acabó comprendiendo que “todo es gracia”, este libro sigue también la estela de La leyenda del santo bebedor.
Prólogo del libro “Había una vez un monje (Voz de Papel).
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Álex Rosal es director de Religión en Libertad.