2 Génesis 3, 915.20;
Efesios 1,3-6.1112;
Lucas 1, 26-38

Con el dogma de la Inmaculada Concepción la Iglesia católica afirma que María, por singular privilegio de Dios y en vista de los méritos de la muerte de Cristo, fue preservada de contraer la mancha del pecado original y vino a la existencia ya del todo santa. Cuatro años después de la definición del dogma por el Papa Pío IX, esta verdad fue confirmada por la Virgen misma en Lourdes en una de las apariciones a Bernadette con las palabras: «Yo soy la Inmaculada Concepción».

La fiesta de la Inmaculada recuerda a la humanidad que existe una sola cosa que contamina verdaderamente al hombre, y es el pecado. Un mensaje cuánto más urgente que proponer. El mundo ha perdido el sentido del pecado. Se bromea como si fuera lo más inocente del mundo. Aliña con la idea de pecado sus productos y sus espectáculos para hacerlos más atractivos. Se refiere al pecado, incluso a los más graves, con diminutivos: pecadillo, viciosillo. La expresión «pecado original» se utiliza en el lenguaje publicitario para indicar algo bien distinto de la Biblia: ¡un pecado que da un toque de originalidad a quien lo comete!

El mundo tiene miedo de todo menos del pecado. Teme la contaminación atmosférica, las penosas enfermedades del cuerpo, la guerra atómica, actualmente el terrorismo, pero no le da miedo la guerra a Dios, que es el Eterno, el Omnipotente, el Amor, mientras Jesús dice que no se tema a quienes matan el cuerpo, sino sólo a quien, después haber matado, tiene el poder de arrojar a la gehenna (v. Lc 12, 4-5).

Esta situación «ambiental» ejerce una tremenda influencia hasta en los creyentes, que sin embargo quieren vivir según el Evangelio. Produce en ellos un adormecimiento de la conciencia, una especie de anestesia espiritual. Existe una narcosis por pecado. El pueblo cristiano ya no reconoce a su verdadero enemigo, el señor que le mantiene esclavizado, sólo porque se trata de una dorada esclavitud. Muchos que hablan de pecado tienen de él una idea completamente inadecuada. El pecado se despersonaliza y se proyecta únicamente sobre las estructuras; se acaba por identificar el pecado con la postura de los propios adversarios políticos o ideológicos. Una investigación sobre qué piensa la gente que es el pecado arrojaría resultados que probablemente nos aterrorizarían.

En lugar de librarse del pecado, todo el empeño se concentra hoy en librarse del remordimiento del pecado; en vez de luchar contra el pecado se lucha contra la idea de pecado, sustituyéndola con aquella --bastante distinta-- del «sentimiento de culpa». Se hace lo que en cualquier otro campo se considera lo peor de todo, o sea, negar el problema en lugar de resolverlo, volver a echar y sepultar el mal en el inconsciente en vez de extraerlo. Como quien cree que elimina la muerte suprimiendo el pensamiento sobre la muerte, o como el que se preocupa de bajar la fiebre sin curar la enfermedad, de la que aquella es sólo un providencial síntoma. San Juan decía que si afirmamos estar sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y hacemos de Dios un mentiroso (v. 1 Jn 1, 810); Dios, de hecho, dice lo contrario: que hemos pecado. La Escritura dice que Cristo «murió por nuestros pecados» (1 Co 15, 3). Suprime el pecado y has hecho vana la propia redención de Cristo, has destruido el significado de su muerte. Cristo habría luchado contra simples molinos de viento, habría derramado su sangre por nada.

Pero el dogma de la Inmaculada nos dice también algo sumamente positivo: que Dios es más fuerte que el pecado y que donde abunda el pecado sobreabunda la gracia (v. Rm 5, 20). María es la señal y la garantía de esto. La Iglesia entera, detrás de Ella, está llamada a ser «resplandeciente, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 27). Un texto del Concilio Vaticano II dice: «Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes» [Lumen gentium, n. 65].