El pasado 5 de junio falleció en Roma una figura importante para la ciencia de nuestra época, una ciencia necesitada de conciencia, de orientación, de límite en sus actuaciones. No todo lo técnicamente posible posee justificación suficiente para ser realizado. Técnicamente puedo bombardear una ciudad, pero cualquiera entiende que “no debo hacerlo”. Esa conciencia de la ciencia empezó a caminar como disciplina en los años 70, principalmente en Estados Unidos. Allí recibió el nombre de Bioethic, Bioética. Pocos años después, ya en la década de los 80, estos estudios llegaron y se difundieron en Europa de la mano de este gran hombre que falleció hace pocos días: el cardenal Elio Sgreccia.
En aquellos primeros compases de la Bioética, Don Elio es capellán en la facultad de Medicina y Cirugía de la Universidad Católica del Sacro Cuore, situada en Roma. Y desde el inicio busca profundizar en ella con un gran trabajo y una exigente rigurosidad. Escribe, publica en revistas, da clases, conferencias, y concentra su saber en un amplio Manual de Bioética, para médicos y biólogos, traducido a una decena de idiomas.
Esta ciencia, que busca orientarnos en el amplio mundo de la ciencia de la vida, vida humana, vida animal y vida vegetal, no está exenta del peligro del subjetivismo y del relativismo. Corre el riesgo, como el cardenal Sgreccia recordaba con frecuencia, de convertirse en una “permission office”, una oficina a la que acudo a pedir permiso, como un mero trámite. Siempre me va a permitir lo que le pida. En esa dinámica, ¿dónde está el límite? ¿Dónde están las orientaciones que nos debería dar esta ciencia práctica práctica, hija de la ética? Si todo me será concedido, todo vale, y no tiene sentido perder tiempo en acercarme a esta “Oficina de permisos”.
Ante esta situación científica y cultural, Don Elio, como le gustaba que le llamase, buscó una base universal para cualquier pensador, una plataforma que diese coherencia y sentido a esta “nueva” ciencia de la Bioética. Un cimiento que fuese más allá de creencias religiosas o ideologías morales. Buscando, buscando, llegó a la persona humana y su dignidad; ahí está la referencia última de cualquier derecho humano. Escarbando en nuestra búsqueda del fundamento hay que analizar qué son las cosas, cuánto valen y por qué. Y hay esa luz podremos tomar una decisión ética coherente.
De modo sencillo y gráfico, Don Elio proponía un método muy sencillo, pero muy profundo, para analizar los problemas bioéticos, y cualquier problema de la vida diaria. Es su famoso método triangular.
Primero, veamos los datos, cómo son las cosas. ¿Qué enfermedad tiene el paciente o posible paciente? ¿Cuál es el diagnóstico detallado? ¿Cómo se siente, en concreto, esta persona? ¿Por qué? ¿Cómo le está afectando el tratamiento, o la decisión que tiene que tomar? En resumen, ¿qué datos tenemos, y cuanto más concretos, mejor? La ciencia, y cualquier juicio sobre ella, debe partir de los datos concretos, reales, tangibles.
Partiendo de esos datos hay que profundizar en las implicaciones antropológicas y filosóficas. ¿Quién es el ser que tenemos delante, y que pide o rechaza un tratamiento? ¿Quién es esta persona que, en medio de su profunda depresión, solicita que el médico le quite la vida? ¿Quién es esta mujer que lleva un niño en el vientre, o que desearía llevarlo? ¿Qué ser tenemos delante, plenamente físico, material, pero a la vez plenamente trascendente, espiritual? Más allá de la realidad existencial, del sentimiento momentáneo, hemos de llegar a la realidad metafísica, antropológica.
Y habiendo analizado este ángulo de nuestro triángulo podremos afrontar el tercero, las implicaciones éticas de la actuación o la omisión que debo hacer, de optar por una posibilidad o por otra. Siempre elegiremos el bien, así está hecha nuestra voluntad. Pero puede ser un bien muy inmediato o un bien de calidad, elevado, incluso un bien que deberá escribirse con mayúscula. Ahí nos jugamos la calidad de nuestro obrar, y por el principio de los vasos comunicantes, también de nuestro vivir. La decisión está en nuestras manos, pero no hay por qué precipitarse, si eso nos lleva a un obrar de peor calidad.