Mi gran descubrimiento a nivel familiar ha sido renunciar a la utopía de la familia perfecta y esperarlo todo de Dios. Somos de carne y vivimos tiempos difíciles. No hay familia sin lágrimas.
Lo cómico es una constante en la vida familiar y reírse es más importante que respirar. Pero lo dramático e incluso lo trágico también lo son. Y a veces toca llorar e incluso patalear un poco. Lo que está claro es que, a nivel familiar, prácticamente nunca nos toca brillar, sino más bien morder el polvo. Lo nuestro no es idolatrar la familia en sí misma y generar clanes familiares supernumerosos y superperfectos. Dios se complace en levantar a los pequeños. Al más pequeño de sus hijos, a ése elige el Señor. A la más pequeña y frágil de las familias, a ésa levanta el Señor.
Nuestro hogar no es el hogar ideal. Lejos de ser superhombres y superfamilias, somos muchas veces dolorosamente impotentes e incapaces. Defraudamos y somos defraudados. Hasta las cosas más pequeñas nos cuestan. Nuestros hijos no viven muchas veces esa fraternidad que soñamos los padres. Pero creo que tienen claro que les amamos hasta el infinito. Nuestros adolescentes son proyectos nuevos que desgarran continuamente la trama de nuestros planes. Y así debe ser. Un hijo es, por definición, irreductible y rebelde a toda planificación.
No es lo mismo “preocuparnos” y “ocuparnos” de nuestros hijos que dedicar tiempo a amarles. Hay demasiados niños que han sido educados y alimentados con mimo, pero no se han sentido amados. No demos el amor en familia por supuesto. Nuestros hijos necesitan, sin atosigar, besos y abrazos, ternura, lentitud y escucha, que sientan que amamos hasta lo que nos cuesta de ellos. La necesidad de disciplina y normas la tenemos todos muy clara, pero ¿quién nos recuerda aquello de “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos”? Soy madre de adolescentes y creo que sé lo que digo. Un adolescente que se siente profundamente amado está protegido frente a muchas cosas, aunque esté pasando una época turbulenta. Aunque nos toque “dejarles ir”, que tengan claro que siempre pueden volver. Que no se asusten de sí mismos y sepan que Dios perdona siempre. Y perdona todo. Que sepan que el corazón de su madre y el corazón de la Virgen serán siempre refugio seguro.
Tenemos claro que no debemos juzgar a los demás, pero a veces juzgamos con enorme dureza a nuestros propios hijos. Si procuramos ser misericordiosos con los demás, que no nos pueda la hiperexigencia con nosotros mismos y los nuestros. Si procuramos ver lo luminoso que hay en cada alma, que veamos a nuestros hijos como “hijos de la luz” y nos recordemos todo lo bueno y luminoso que hay en ellos. Estamos todos muy cansados de lidiar con las pantallas pero ¿qué culpa tiene ellos de haber nacido en plena disrupción tecnológica? A estas alturas, cualquier con dos dedos de frente se da cuenta de que la tecnología no es neutral. No les culpemos a ellos de los tiempos en que les ha tocado crecer, que no son nada fáciles para un adolescente que está aprendiendo a vivir y a regularse. A veces creemos internamente, mientras hablamos con ellos, “yo sé todo, tú no sabes nada”. Hasta que escuchas con verdadera atención y compruebas que ellos tienen su propia y valiosa percepción, su sabiduría, en la que de algún modo debemos entrar para comunicarnos.
A pesar de tanta limitación, Jesús y María quieren habitar en el centro de nuestro hogar. Tienen designios maravillosos para cada uno de nosotros y nos dicen que ya, en medio del caos y la fragilidad de nuestra familia, somos un consuelo para ellos y les ayudamos a mirar el mundo con más compasión. Nuestra minúscula oración en familia, hecha de algún intento de rezar el rosario casi siempre interrumpido, tiene un papel corredentor, un peso valioso en la economía de la salvación. No hay peor rosario que el que no se reza. Por la comunión de los santos, las familias nos sostenemos unas a otras. No tengamos miedo a mostrarnos como somos y abramos las puertas de nuestros hogares. “Por la hospitalidad algunos, sin saberlo, hospedaron a los ángeles”.
El esfuerzo de “tirar del carro de una familia” y alimentar un hogar, un auténtico ser vivo en constante cambio, se vuelve ligero y llevadero si Él está en el centro. Ponemos cinco panes y dos peces, y Él los multiplica hasta que sobran doce cestos. El demonio es real y tiene la atroz energía que suscita en él el odio. Intenta a toda cosa deprimirnos y desanimarnos con respecto a nuestra propia familia, nosotros mismos, nuestro cónyuge y nuestros hijos. Conforme los hijos crecen, nos incita continuamente a hacer cosas más urgentes e “importantes” que permanecer en el hogar familiar, que es a veces un auténtico campo de batalla. Incluso la práctica espiritual puede ser a veces una huida. Nuestro lugar de encuentro con Cristo es, en primer lugar, nuestra casa, la vida oculta, las silenciosas virtudes domésticas, la infancia espiritual que vivimos de la mano de nuestros hijos. Por eso, no pensemos tanto en huir de nuestras responsabilidades domésticas. No abandonemos. Nuestra casa es campo de batalla y nuestras armas son el amor y la oración.
Nuestra urgente necesidad de silencio y oración pueden cubrirse entre sus muros, sin salir de casa. Con tapones en los oídos si hace falta y un pestillo en la puerta. Así, sin salir de tu hogar, “entra en tu cuarto, cierra la puerta y habla a tu Padre que está en lo escondido”. Y, si no tienes fuerzas ni para hablar, limítate a ponerte en su presencia y permanecer en Él. Oración pasiva. Contemplación. Y si sientes que tienes el corazón roto, invoca a la Virgen.
“Me pongo a tus pies, Señor, pegada a ti, para que seas Tú quien ore y obre en mí. Madre, siento un gran cansancio, te ofrezco toda mi debilidad, mi silencio, cubre a mi familia con tu manto.“
Déjate amar. Eso es ser santo. Cristo en nosotros. Confiar en que el amor hará con nosotros lo que anhelamos. Hazte a un lado. Disfruta de ser llevado a hombros.
Esta Navidad, descansa en Él, con la certeza de que “Dios da el pan a sus amigos mientras duermen”.