En lo concerniente a la controversia reciente de Íñigo Errejón, considero pertinente no ser estridente, ni apuñalar a tal politicastro con un tridente, sino incorporar reflexiones tridentinas que contribuyan a esclarecer la profunda verdad de los hechos.
Por fidelidad a la escolástica, voy a rehuir de caer en la tentación de adherirme al griterío populachero ante las últimas noticias. Para vociferar en torno al escándalo que nos ocupa, abundan los altavoces. De esta guisa, me decantaré por intentar bucear hasta primeras causas y últimas consecuencias de la materia en cuestión; y para ello, considero imprescindible analizarla con una mirada trascendente, véase espiritual y filosófica, que traspase los umbrales de la fútil -e útil- mundanidad.
Con independencia de cuál sea la auténtica gravedad de los hechos (algo que prefiero dejar en manos de los tuiteros y de los tribunales, porque mi espada de polemista estrafalario y mi toga de licenciado en Derecho las colgué en el galán de noche hace ya algún tiempo), voy a centrarme en arrojar luz sobre algunos fenómenos que atañen a la sociedad de nuestro tiempo.
Me hace gracia, a la par que me provoca estupor, cómo aquellos que se burlan de quienes defienden la virtud de la santa pureza son los primeros que ponen el grito en el cielo ante “las salidas” de alguien que está “más salido que el pico de una mesa”.
Esta contradicción es la consecuencia de un cúmulo de realidades trascendentales, que van más allá de las causas superficiales y materialistas que nos brindan los ruidos mundanales (provenientes de ese homo economicus y “digitalis” que abjuró de su condición natural de homo sapiens).
La primera que se me ocurre es la pericia que tienen “los progres” para fabricar un mal, después ofrecer una solución de laboratorio a dicho pecado y, para colmo, culpar a la tradición occidental de la mala cosecha que ellos mismos sembraron. En otras palabras, dan a luz a un monstruo, se erigen en los enemigos del Frankenstein que crearon y atribuyen la culpabilidad de su creación a “sus opositores”; y para más inri ¡les sale bien la jugada!
Los mismos que, antaño, le quitaron el velo a las “películas porno” a base de propiciar el destape, y que incluso salían fotografiados junto a cabareteras con el torso a la intemperie (como refleja la consabida imagen del socialista Enrique Tierno Galván), son los que, hogaño, predican que mirar a una mujer como un cachivache hedonista es una conducta reprobable y machista.
Los mismos que, antaño, idealizaron la liberación “sesuá” de mayo del 68, y que unieron sus corazones a las quimeras del “amor libre” propagadas por Albert Camus y Jean-Paul Sartre (como impecables esnobs afrancesados), son los que, hogaño, se llevan las manos a la cabeza ante la libidinosidad termoplástica e incandescente del macho alfa testicular.
Los mismos que, antaño, hacían mofa y befa de los caballeros pudorosos y “pundonorosos”, de aquellos que deambulaban, por el Madrid de los Austrias, con su sombrero de copa, jersey de pico, corbata de nudo fino, chaqueta de cuadros y gabardina, son los que, hogaño, protestan contra la falta de pudor y deferencia hacia las doncellas; son los que, tras ver los cánones de la buena educación como patrones de conducta propios del “hombre antiguo y cavernario”, tratan de reeducarte, a base de decirte que no arrojes instrumentos de plástico a la mar brava y que no utilices terminologías despectivas para apelar a quienes padezcan algún tipo de debilidad o minusvalía. En resumen, a priori, maleducan, para, a posteriori, reeducar al maleducado (bajo los parámetros de una moral nueva).
Es preciso recordar que esta táctica de manipulación de masas es “más vieja que Matusalén”. Por ejemplo, el archiconocido filósofo Thomas Hobbes (1588-1679) se sirvió del relativismo propagado en su época para crear una moral nueva, que cubriese el vacío de valores provocado por la relativización de éstos, para ser, posteriormente, impuestos con ferocidad bajo el dominio de un gobernante absolutista (a quien el propio ideólogo le puso por nombre Leviatán). En otras palabras, la estrategia consistía en relativizar los cánones morales imperantes, para sustituirlos por una moralidad aún más puritana.
Jean-Jacques Rousseau, verbigracia, sostenía que toda persona, como “buen salvaje” que es, resultaba extraviada por la moral que le habían inculcado, porque atentaba contra la bondad que le era innata por naturaleza. Como solución a este problema, planteó que, primero, la humanidad se liberase de estos valores prefigurados; después, que fuese compilada la suma individualizada del sentir de cada uno de ellos en un solo compendio, al que llamó contrato social; y finalmente, ese sumatorio u aritmética de principios compilados -véase el contrato social- pasase a ser la nueva moralidad colectiva. En síntesis, otra manera de relativizar los principios morales imperantes, para sustituirlos por un nuevo cuerpo moral, expresado, para colmo, en forma de código, además de adquirir una naturaleza colectivista, que ahoga la individualidad que fue previamente ensalzada para la construcción de dicha colectividad.
En resumidas cuentas, los ejemplos de Hobbes y Rousseau son dos afluentes de un mismo río: servirse del relativismo para alejar a los fieles del cristianismo, y una vez les hayan vaciado de moralidad, rellenen este vacío con otra moral más moralista -véase más puritana- que la anterior; y digo más puritana porque el modelo hobbesiano se inclinó abiertamente por edificar un gobierno absolutista (su anhelado Estado Leviatán) y el rousseauniano puso los cimientos intelectuales de muchos totalitarismos contemporáneos, al enaltecer el exceso de individualidad, para, después, diluirla en un desaforado poder colectivo (edulcorado bajo el eufemismo del contrato social). La historia habla por sí misma.
Como decía Adam Zagajewski en su ensayo Solidaridad y soledad, “la espiritualidad negativa a menudo ha desempeñado el papel de un curso preparatorio que da acceso a una espiritualidad demasiado positiva. (…) Nietzsche impartía clases en primero; luego tocaba elegir la especialidad, y muchos escogían al doctor Hegel”. Yo asocio dicha “espiritualidad negativa” al relativismo, por negar los valores imperantes, y la “positiva”, por consiguiente, con la imposición férrea de una nueva moralidad.
Todo esto me recuerda sobremanera a la polémica que está siendo desatada en todo lo que rodea al caso de Íñigo Errejón. Los que empezaron siendo hedonistas, ahora no pueden ser más moralistas (e incluso estoicos); porque el libertinaje es la antesala del puritanismo, del mismo modo que el relativismo es la estación anterior del totalitarismo. Lo reitero: a priori, maleducan, para, a posteriori, reeducar al maleducado.
Hasta aquí, espero que hayan quedado claras tres ideas fundamentales: la primera, que los denominados progresistas son expertos en crear un mal, acto seguido proponer una solución de laboratorio al pecado que ellos mismos crearon, y finalmente atribuir la culpa de su existencia a la tradición occidental que tanto aborrecen (en vez de a sí mismos, sus causantes); la segunda, que “los progres” dan rienda suelta al relativismo y al libertinaje moral con el objetivo de desligar a los fieles de su credo cristiano, para, ante este vacío de moralidad generado, ofrecerles un conjunto de valores alternativos más moralistas o puritanos que los anteriores; la tercera, que lo que está acaeciendo alrededor de Íñigo Errejón es una prueba fehaciente -o fidedigna- de ambas realidades.
Escrutado, con lupa y monóculo, este tríptico de ideas fundamentales, procedo a abordar la cuarta de ellas: lo que George Orwell calificó, en 1984, como doble pensar.
Este doble pensar orwelliano consiste, lisa y llanamente, en conseguir que las personas piensen una cosa y la contraria al mismo tiempo. Desde mi humilde punto de vista, esto engendra una “ciudadanía” (como dicen las lenguas modernas) que acepta todo lo que brote de los labios de sus líderes y que rechaza cualquier propuesta de “sus opositores”.
¿Y qué relación guarda el doble pensar con la polémica que gravita sobre Íñigo Errejón? Pues que ha sido moldeada una sociedad que es orgullosamente libertina en materia “sesuá”, que jalea el descontrol en las prácticas sexuales, y al mismo tiempo, se caracteriza por ser muy dada a apalear a quienes se excedan en el ejercicio de su sexualidad. En otras palabras: por un lado, se hace burla del ordo amoris, y por el otro, se fomenta el amor desordenado; para, más tarde, lamentarse de las consecuencias, pero sin dignarse a reconocer las causas. Esto es una manifestación clarividente -clara y evidente- de lo que significa el doble pensar orwelliano.
Este doble pensar se encuentra instalado en prácticamente todos los ámbitos de la opinión pública, a derecha e izquierda del espectro político. Recuerdo cuando alguien ubicado en el hemisferio diestro de estas coordenadas protestó, delante de mis narices, contra que Manuela Carmena permitiese las piscinas nudistas; para, justo dos semanas más tarde, al ver que Cristina Cifuentes practicaba la misma permisividad dentro de su ámbito territorial, sentenciar lo siguiente: “Ignacio, tío, comprende que tiene que captar el voto de personas muy diferentes, abre un poco la mente”.
Otro testimonio que me causó tanto estupefacción como gracia fue el de otro amigo, éste situado en el ángulo izquierdo de la brújula política. Después de mostrar su desazón ante el hecho de que muriesen miserablemente millones de personas mayores a manos del covid, agregó, tres minutos más tarde, que la “madre naturaleza” había respondido tras ser maltratada, y que había realizado un reajuste en el excedente de población, como consecuencia de la sobrepoblación (una de esas falacias de laboratorio que extravían el alma de algunos). Es decir, primero, puso el grito en el cielo ante tragedia, para, acto seguido, exponer monsergas de corte maltusiano y panteísta.
Ejemplos de doble pensar hay a raudales, a espuertas y a borbotones, como consecuencia de situar las ideologías por encima del amor a Dios.
De hecho, en la órbita de las corrientes filosóficas modernas, esas que renegaron de la escolástica de Santo Tomás de Aquino, también el doble pensar goza de bastante omnipresencia.
René Descartes, verbigracia, con su "pienso, luego existo (cogito ergo sum)", abrió la veda de la mentalidad idealista, esa que niega que la realidad exista por sí misma, para supeditarla a lo que sobre ella existe en nuestra mente; pero, al mismo tiempo, sostenía que los teoremas matemáticos eran realidades indiscutibles. En otras palabras, fue radicalmente subjetivista para lo primero y manifiestamente objetivista con respecto a lo segundo, además de profundamente contradictorio.
George Berkeley y David Hume, quienes se caracterizaron por ser dos de los padres del empirismo, acabaron siendo idealistas (véase lo contrario), a base de partir de premisas empiristas. Para Berkeley, por ejemplo, todo quedaba reducido a lo que percibimos (esse est percipi), véase a lo empírico, a lo probado, a lo tangible, a lo contingente; pero, a su vez, aquello que es percibido adquiere existencia gracias a nuestra percepción, véase a que ello sea percibido por nuestra mente; y de este modo, el empirismo lo transformó en idealismo, es decir, en lo contrario.
A Immanuel Kant, desde mi criterio, le sucedió algo bastante parecido a Berkeley. Kant partió de lo contingente, de lo palpable, de lo visible, para acabar recalando en el idealismo (es decir, en lo contrario). A priori, decía que aquello que pensamos ha de ser susceptible de ordenarse espacio-temporalmente (de ahí, su contigentismo), para, a posteriori, concluir de sólo nuestra mente es capaz de ordenar las cosas que percibimos en espacio y tiempo. Esto le condujo a que solamente tales cosas adquieren existencia en nuestro mundo mental. Ahora bien, si lo que existe en nuestra mente necesita partir de lo contingente, ¿cómo es posible que no exista lo contingente? A esto, el filósofo prusiano contestaría que lo contingente forma parte de un “caos de sensaciones”, de una realidad caótica que debe ser ordenada en nuestra cabeza para convertirse de verdad en realidad.
En resumen, la inmensa mayoría -por no decir, todos- los filósofos modernos que se desligaron de la escolástica de Santo Tomás de Aquino cayeron en el doble pensar, véase en pensar una cosa y la contraria al mismo tiempo.
Un ejemplo verdaderamente ilustrativo de este doble pensar ha sido esgrimido con bastante anterioridad, que es el de Rousseau: quien exaltó la individualidad de la persona, para, después, fundirla en la colectividad, como si su dignidad quedase reducida a ser una partícula o un átomo de tal totalidad colectiva; y no me cabe duda alguna de que Íñigo Errejón, quien era uno de los paladines del colectivo, ha quedado relegado a la categoría de individuo absorbido por el mismo.