Es preciso que recordemos y tengamos muy presente, como dice el Papa San Juan Pablo II, que “la Iglesia vive de la Eucaristía”. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana». «La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo». Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor” (Ecclesia de Eucaristía, 1).
Hacia ahí, hacia la Eucaristía, ha de dirigirse nuestra mirada y nuestro corazón, de cada uno y de todas las comunidades y de la diócesis. En la Eucaristía, sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial (EdE, 3), de nuestra diócesis y de todas las parroquias y comunidades eclesiales. En la Eucaristía es donde se vive en toda verdad y densidad la experiencia de Dios. Cristo vivo, Hijo de Dios y Dios con nosotros, en persona, presente en la Eucaristía, nos adentra en la más genuina y real experiencia de Dios; nuestras comunidades y cuantos formamos la iglesia diocesana no viviremos cuanto entraña la experiencia cristiana de Dios si no participamos, celebramos, y vivimos como se requiere la Eucaristía.
Necesitamos celebrar y vivir la Eucaristía, participar de ella y vivir de ella, para vivir y fortalecer la experiencia de Dios, para estar con Cristo, ser de Cristo y vivir en Él. Necesitamos que esté en el centro de nuestra vida y en el centro de todas y cada una de las comunidades que son nuestra Iglesia diocesana. Hay que celebrar el misterio del Amor eucarístico para insertarlo más profundamente en la vida y en la historia de nuestro pueblo, sediento de Dios, de valores espirituales, de solidaridad y de justicia; para que nuestro amor a Dios y a los hermanos tome fuerza y vigor y nos haga avanzar en el camino que siembra de vida y amor este mundo nuestro. Necesitamos la Eucaristía porque ésta es horizonte y meta de la proclamación del Evangelio, fuente y cumbre de toda evangelización (PO 5).
Si la Eucaristía ha de ocupar el centro de la vida de las comunidades y de los fieles cristianos, en los sacerdotes esta centralidad ha de serlo de manera especial por la íntima vinculación existente entre el sacerdocio ministerial con el misterio eucarístico: somos instituidos sacramentalmente sacerdotes para ser ministros de la Iglesia, que hace la Iglesia; si la Iglesia vive y se alimenta de la Eucaristía, los sacerdotes habremos de vivir y alimentarnos especialmente de ella; por esto precisamos vivir tan vivamente el misterio eucarístico, la espiritualidad eucarística que es inseparable de la espiritualidad específicamente sacerdotal que se unifica en la caridad pastoral que brota del sacrificio eucarístico, centro y raíz de toda la vida del presbítero “de suerte que el alma sacerdotal se esfuerce en reproducir en sí misma lo que se hace en el ara sacrificial” (PO 14): “Imita lo que conmemoras”, se nos dice el día de la ordenación.
No dejemos los sacerdotes nunca la misa diaria aunque la celebremos solos; preparémonos bien para celebrarla, celebrémosla bien como si fuera la primera y última misa, demos gracias tras ella, vivamos la adoración eucarística, pasemos muchos y largos ratos ante el Sagrario, seamos modelo para los fieles en cuanto se refiere a la Eucaristía; seamos unos apasionados de ella, como san Juan de Ávila, o el Santo Cura de Ars, o el Papa San Juan Pablo II, etc.
Y si esto digo de nosotros, sacerdotes, ¡qué no diría de los seminaristas!: el seminarista que en el seminario no vive de la Eucaristía, no se apasiona por ella, no se pasa largo tiempo ante el Sagrario, no debería ser su camino el sacerdocio. Gracias a Dios en nuestros seminarios, tanto en el Mayor como el Menor, tanto en la Inmaculada, como en Corpus Christi, el Patriarca, o en La Presentación, Santo Tomás de Villanueva, en todos, una de sus características es su sentido eucarístico: pero nunca es bastante insistir y avanzar en este aspecto.
Es muy necesario, sobre todo en el contexto de la sociedad secularizada en que vivimos, volver a explicar a los fieles, en la predicación y en la catequesis, siguiendo el Catecismo de la Iglesia Católica y las enseñanzas de los Papas, de manera particular la Encíclica Ecclesia de Eucaristía, o en Sacramentum Caritatis, cuanto se refiere al misterio eucarístico, de manera que se pueda adquirir y mantener íntegra la certeza sobre la naturaleza y el significado profundo de la Eucaristía en sus diferentes aspectos. Los niños y, especialmente, los jóvenes han de ser educados en cuanto se refiere a la Eucaristía; muchas veces no participan en ella, entre otras razones, porque no “la entienden”, están ajenos de alguna manera a lo que es.
Este año en el que la mirada de nuestra Diócesis, por ser el Año del Santo Cáliz de la Misericordia, está dirigiéndose a la Eucaristía, es una ocasión privilegiada para formar a todos los fieles de todas las edades en este misterio central de nuestra fe. Junto a las catequesis y a la predicación, junto a los instrumentos que se ofrezcan, no podemos olvidar que para la mejor educación en este campo es imprescindible la participación en la celebración de la Eucaristía y en el cuidado de las celebraciones, especialmente de la Eucaristía de los domingos.
Como decía el Papa San Juan Pablo II al comenzar el nuevo milenio, “es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana” (NMI 35). Deberemos esforzarnos con todo ahínco, pedagogía y constancia, en que “la participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo”. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos de lleno dentro de un milenio que se presenta por un profundo entramado de culturas y religiones y de verdadero exilio en un mundo y cultura secularizado incluso en países de antigua cristianización. En muchas regiones, podríamos añadir ya en pueblos nuestros, están creciendo tanto, en urbanizaciones nuevas, que los cristianos son o lo están siendo, un “pequeño rebaño” (Lc 12, 32).
“Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad” (NMI 36).
Es preciso y urgente recuperar el domingo, tener imaginación creadora para llevar a cabo cuanto está entrañado y exige este Día; siempre, singularmente, en los primeros tiempos, el domingo ha ocupado un lugar central en la Iglesia y en las comunidades; cuando el domingo “decae” es que ha “decaído” la comunidad. Son necesarias iniciativas nuevas, por ejemplo “las escuelas dominicales” o “los oratorios”. Si damos pasos en la revitalización del domingo, habremos dado también pasos muy importantes en la nueva evangelización y en el fortalecimiento de la experiencia de Dios.
Para esta revitalización del domingo, urge una “buena y digna” celebración de la Eucaristía, singularmente los domingos y fiestas, en los que se reúne el conjunto de la comunidad cristiana, de modo que tanto los fieles como los sacerdotes puedan vivir el misterio eucarístico en toda su riqueza y así se renueve y fortalezca la vida cristiana de todos. Es necesario insistir en este punto, pues de cómo vivamos la Eucaristía, de cómo nos situemos ante ella, de cómo la celebremos, depende muy mucho que haya vitalidad cristiana en nuestras comunidades. El vigor de una comunidad se refleja en cómo celebra la Eucaristía. Esta ha de marcar el camino de aquélla.
Necesitamos, por ello, cuidar exquisitamente y vigorizar las celebraciones dominicales. Hay que cuidar su preparación con la oración personal y comunitaria sobre la base de los textos bíblicos y litúrgicos. Hay que hacer, como ya he dicho, una buena catequesis de la Eucaristía y redescubrir la riqueza insondable del misterio eucarístico, para vivirlo cada vez más hondamente y que penetre enteramente en nuestras vidas. No deberíamos olvidar que la mejor catequesis eucarística es la misma celebración: pero no sólo la mejor catequesis “eucarística”, sino sencillamente la mejor catequesis y la mejor predicación –no me refiero ahora a la homilía–, el mejor, el más amplio cauce y medio de comunicación de la fe. Si nos diésemos cuenta lo que significa en España, para la evangelización de España, el que cada domingo participen en la Eucaristía más y más fieles, nuestro actuar sería distinto. No podemos perder este momento, y por ello necesitamos cuidar la eucaristía dominical en todos sus aspectos y detalles, también, por supuesto, la homilía. Una “buena” celebración es la mejor catequesis de todo el misterio y acontecimiento cristiano.