Hay dos tipos de santos: los santos que son pecadores y los santos que no son pecadores. Los santos que son pecadores son los santos en formación, los santos que aún no se han enfrentado a la muerte física en esta tierra de exilio y valle de lágrimas y siguen luchando el buen combate por la Iglesia Militante, y también esos otros santos en formación que están siendo purificados de sus pecados en el purgatorio. Estos santos son pecadores que, por la gracia de Dios, han aceptado sus sufrimientos como medios para crecer en santidad. Los santos que no son pecadores son los que han sido blanqueados con la sangre del Cordero y están ahora ante la Presencia eterna de Dios en la Iglesia Triunfante.
También hay dos tipos de pecadores. Están esos pecadores que se arrepienten de sus pecados y aceptan el sufrimiento que causa el pecado, y están esos pecadores que no se arrepienten y atribuyen su sufrimiento a todo el mundo salvo a sí mismos. Estos pecadores no arrepentidos, si insisten en la obstinación de sus pecados y siguen culpando de su desgracia a los demás en vez de a sí mismos, se condenan a sí mismos a vivir un infierno en esta vida que será confirmado en la vida venidera.
Joseph Pearce dirige St Austin Review, una publicación que da cabida a todo lo que configura la cultura católica.
Lo único que tienen en común santos y pecadores es la presencia del sufrimiento, que es tan inevitable como la muerte. Salvo en el Cielo, donde es vencido, el sufrimiento parece omnipresente y solo lo alivia la dulce consolación, que llega al alma sufriente, que anhela el alivio, como el agua en el desierto. No es sorprendente, pues, que el misterio del sufrimiento, lo que C.S. Lewis llamaba el problema del dolor, haya desconcertado a la humanidad desde el principio de los tiempos. El Libro de Job plantea el problema y parece resolverlo disolviéndolo en la inefable voluntad de Dios. Homero, en La Odisea, condensa el problema en las palabras de Zeus cuando reprocha a los hombres que culpen a los dioses del sufrimiento y afirma que el sufrimiento proviene de la propia imprudencia del hombre, aunque añade, condescendiente, que ciertos sufrimientos sí los “dan” los dioses.
Es ese sufrimiento que es “dado” lo más desconcertante. Es bastante fácil comprender que, como proclama Zeus, nuestra propia imprudencia nos causa sufrimiento a nosotros mismos y a los demás, pero ¿qué pasa con el sufrimiento que es meramente “dado” sin razón aparente? ¿Qué pasa con los desastres naturales, como los terremotos o los tornados? ¿Qué pasa con la enfermedad y la muerte? ¿En qué sentido podemos considerarlos como “dados”, como un “don”? Y, si son dones de Dios, ¿qué dice esto sobre Dios?
La forma en la que respondamos a estas cuestiones dice mucho sobre quiénes somos. El pecador arrepentido, sabiendo que se ha hecho mucho daño a sí mismo y a los demás con su imprudencia y su egoísmo, aceptará el sufrimiento como un don que se le ofrece para que pueda aprender de él y de ese modo convertirse en un hombre mejor y más sabio. El pecador no arrepentido, a quien no le importa el daño que se ha hecho a sí mismo y a los demás, maldecirá su sufrimiento, el autoinfligido o el que le inflijan los demás. Culpará a otros de su sufrimiento, negándose a aceptar la oportunidad que le ofrece de crecer en sabiduría y virtud.
Todo este escenario está presente en el Gólgota con los dos ladrones crucificados a ambos lados de la auténtica Víctima Inocente del sufrimiento. El Buen Ladrón confiesa su pecado y acepta el justo castigo por él, pidiendo perdón y recibiéndolo. El mal ladrón rehúsa confesar cualquier culpabilidad por sus acciones, maldiciendo su sufrimiento y pidiendo a Dios que le libere de él. El primer ladrón acepta el sufrimiento con humildad y es recompensando con el regalo del Cielo, convirtiéndose en un santo en el Paraíso. El otro ladrón maldice su sufrimiento con orgullo y se condena a sí mismo al infierno. Ambos recibieron el mismo sufrimiento por sus pecados, pero respondieron de forma muy distinta. El sufrimiento es, por tanto, un don, y todo depende de cómo lo aceptemos.
Esta concepción del misterio del sufrimiento fue condensada con sucinta brillantez por Oscar Wilde en La balada de la cárcel de Reading, el poema inspirado por su experiencia de una condena de dos años de prisión. “Las leyes eternas de Dios son clementes y parten el corazón de piedra", escribió, porque "¿cómo, si no es a través de un corazón roto, puede Nuestro Señor Jesucristo entrar?" (V). Oscar Wilde fue un gran pecador y durante muchos años impenitente; sin embargo, como el Buen Ladrón del Evangelio, fue recibido por Cristo en la Iglesia en el lecho de muerte.
De esta forma un gran pecador puede convertirse en santo, aceptando el sufrimiento que le es dado, sabiendo que es un regalo valiosísimo que tiene el poder de quebrar el corazón orgulloso para que Cristo pueda entrar y sanarlo.
Publicado en St Austin Review. Tomado de National Catholic Register.
Traducción de Carmelo López-Arias.