El «derecho de pernada» nunca existió en la Europa medieval. No necesito presentar documentos para proclamarlo sin titubeos. Es más, me basta el sentido común para sostener mi afirmación. ¿Ustedes creen que, en la Europa de San Benito, de San Bernardo, de Santo Domingo de Guzmán, de San Francisco de Asís, de Santa Clara de Asís, de San Buenaventura, de Santo Tomás de Aquino, del rey San Fernando, del rey San Luis de Francia y de tantos otros santos como se podrían enumerar, se iba a permitir que todas las mujeres comenzaran su vida matrimonial con un pecado de adulterio, es decir, con un pecado mortal? Ni soñarlo. La leyenda del supuesto derecho de pernada es una más de las muchas fábulas con las que se trata de ensuciar y desprestigiar a la Iglesia, en concreto en los siglos en los que Cristo triunfó de tal modo que a Europa se le llamaba la «Cristiandad». ¿Que la Edad Media tenía sus límites y que no todo era perfecto? No lo niego. Pero fue un tiempo en el que —en palabras del papa León XIII— la «filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», y «organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes superiores a toda esperanza» (Immortale Dei, 1885, 28).
Después de este impetuoso comienzo, quizás haya alguien que se pregunte qué es eso del «derecho de pernada». Basta con navegar por internet para encontrar miles y miles de páginas que proclaman hasta el cansancio este supuesto privilegio que habrían tenido los señores feudales de «iniciar» sexualmente, la misma noche de bodas, a las jovencitas que contraían matrimonio en sus territorios. Es decir, se supone que una vez celebrado el matrimonio, el novel esposo debía aceptar la tremenda humillación de acompañar a su esposa al castillo de su señor feudal para que esta satisficiera hasta la mañana los deseos sexuales del impúdico patrón. Y nos tenemos que tragar que todo esto se realizaba de modo legal, con la complicidad de la Iglesia y sin provocar una crisis social.
Frente a esto, siempre habrá quien cite documentos supuestamente históricos, referencias de cantos populares o sentencias judiciales que se hagan eco del hipotético «derecho de pernada». Bueno, no se lo tomen a mal, pero vista la falta de moralidad de tantos eruditos de ayer y de hoy —para los que la ideología está por encima de la verdad—, si no veo el documento, no me creo que exista. Es muy fácil citar documentos inexistentes que conviertan la Edad Media en una época de «tinieblas y superstición religiosa». Los muchos enemigos de la Iglesia católica —como ciertos sectores de la Iglesia protestante o la masonería— llevan siglos haciendo este trabajo. De hecho, el investigador francés Alain Boureau demuestra [El derecho de pernada. La fabricación de un mito. Siglos XIII-XX] que esta práctica, supuestamente generalizada en la Edad Media, no se menciona expresamente en ningún texto medieval. ¿Cómo podría haber existido durante siglos una práctica de tal envergadura sin haber trascendido a los textos literarios o jurídicos de la época?
Pero pongamos que sí, que se encuentra un documento en el que se habla del «derecho de pernada». No solo quiero ver el documento y comprobar su autenticidad, quiero que un experto en historia y filología medieval —persona, por supuesto, de probada ciencia y honestidad— me explique qué significan exactamente esas palabras escritas hace tantos siglos, y que han podido modificar su significado etimológico dando lugar a importantes malentendidos. Gracias a Dios hay muchos estudiosos que se esfuerzan —con rigor científico— en desmontar esta especie de complot de ciertos historiadores contra la Edad Media. En ellos me baso para completar estas líneas.
«Jus primae noctis». El derecho de la primera noche. Eso sí que aparece en códigos de derecho medieval. Bien, pero ¿qué significa «Jus primae noctis»? Porque la leyenda creada a partir de esta frase no tiene nada que ver con el derecho que defendía. Primero hay que comprender la situación de los campesinos en la época feudal que nos ocupa. Los campesinos eran llamados «siervos de la gleba». La historiadora francesa Régine Pernoud explica que estos «siervos de la gleba» obtenían en concesión de su señor, propietario del feudo, un lote de tierra suficiente para mantenerse a sí mismos y a sus familias. A cambio, el campesino entregaba al señor una cuota de la cosecha y realizaba ciertos servicios en otras tierras del señor. El cristianismo regaló a la humanidad el concepto de persona, por eso, estos «siervos de la gleba» no tenían nada que ver con los esclavos de las sociedades antiguas. Una vez que el «siervo de la gleba» paga lo que debe a su señor, no tiene más obligaciones con él, salvo que no puede abandonar la tierra que cultiva. Es la única restricción a su libertad que sufre, pero es una limitación relativa, porque si es cierto que no puede abandonar la tierra que cultiva, tampoco puede ser despojado de ella. Esto daba al siervo una estabilidad económica muy grande, porque además el señor feudal estaba obligado a proveer a las necesidades de sus siervos en épocas de carestía, a defenderles con su ejército de las incursiones de los enemigos… Realmente, eran más las ventajas que las desventajas. Ojalá las grandes empresas de hoy cuidaran de sus empleados como el sistema feudal cuidaba a los «siervos de la gleba».
¿Por qué no podía el siervo abandonar la tierra que recibía del señor? Porque eso suponía un perjuicio para su señor. En esos momentos, la tierra abundaba, pero las manos para trabajarla no siempre eran suficientes, dadas las rudimentarias técnicas de cultivo y las elevadas tasas de mortalidad. Perder siervos podía ser un grave deterioro en la economía del feudo. Por eso, durante mucho tiempo, el campesino tuvo prohibido contraer matrimonio fuera del feudo. La Iglesia protestó contra lo que consideraba una «violación de los derechos familiares».
Régine Pernoud es autora, entre otros, de Para acabar con la Edad Media.
Régine Pernoud, especialista mundialmente reconocida en la historia de la Edad Media, explica que, a partir del siglo X y para liberar al siervo de esta sujeción: «Se estableció la costumbre de reclamar una indemnización monetaria al siervo que abandonase el feudo para contraer matrimonio en otro. Así nació el “jus primae noctis” del que se han dicho tantas tonterías: solo se trataba del derecho a autorizar el matrimonio de los campesinos fuera del feudo. Dado que en la Edad Media todo se traducía en una ceremonia, este derecho dio lugar a gestos simbólicos, por ejemplo, poner una mano o una pierna en el lecho conyugal, utilizando unos términos jurídicos específicos que han provocado maliciosas o vengativas interpretaciones, completamente erróneas». Que se dieran agresiones y violencia sexual por parte de algunos señores feudales, seguramente sí, pero siempre como abuso y no como un derecho instituido, que es algo muy distinto.
Vittorio Messori, prestigioso historiador de la Iglesia, precisa que en la Europa occidental y católica no existió el derecho de pernada, aunque por desgracia sí que se encuentra esta costumbre en algunas tribus africanas, en la América precolombina y en castas sacerdotales de algunas religiones no cristianas como la budista.
Leyendas negras de la Iglesia, un clásico ya de Vittorio Messori, incluye un capítulo sobre el derecho de pernada.
El cardenal Giacomo Biffi, en su prólogo al excelente libro de Vitorio Messori Leyendas negras de la Iglesia, comenta su preocupación porque le parece que «el cuerpo de la cristiandad actual padece algún tipo de deficiencia inmunitaria», es decir, no se defiende de los ataques. La propaganda anticatólica lo ha hecho tan bien que, cuando se habla mal de la Iglesia, en lugar de reaccionar tratando de averiguar la verdad, nos lo creemos todo y bajamos la cabeza avergonzados pidiendo perdón. Y es un hecho que, el que se avergüenza de la Iglesia y de su historia, «se encuentra objetivamente en el grave peligro de perder la fe». Es cierto que dentro de la Iglesia ha habido —y hay— muchos pecadores. Pero también es cierto que la mayor parte de las leyendas que circulan contra ella son falsas. Y si es cierto que hay algunas sombras en su historia, el balance total después de XXI siglos es que «las luces prevalecen ampliamente sobre las tinieblas». Y esto no lo digo yo, lo dice el profesor Léo Moulin, un exmasón definido por Messori como un «racionalista cuyo agnosticismo bordea el ateísmo», que fue profesor de Historia y Sociología en la Universidad de Bruselas durante medio siglo y es uno de los intelectuales más prestigiosos de Europa.
Busquemos la verdad, amemos la verdad y proclamemos la verdad, también sobre nuestra Madre la Iglesia.
Publicado originalmente en Revista H.M.